El universo tenía un sentido del humor retorcido, de eso Cleo ya no tenía dudas. Después de días de silencios incómodos, mensajes escuetos y una distancia que parecía interminable, el destino volvió a ejercer su maestría: un viaje inesperado.
Todo comenzó con una llamada en la oficina de Íker. El director del proyecto mencionó que necesitaban visitas coordinadas con otra área creativa. Por esas coincidencias que parecen escritas a mano con ironía, la otra persona asignada era Cleo.
Íker escuchó el nombre con una mezcla de sorpresa y resignación.
—¿Cleo? —repitió, como si hubiera muchos posibles Cleo en la ciudad.
—Sí —respondió el director—. Es buena en lo suyo y sabe manejar talleres de creatividad. Necesitamos esa visión en el equipo de campo.
Íker asintió, pero por dentro sintió que el suelo se movía.
Cleo se enteró en circunstancias similares; Luna apareció agitando unos papeles.
—Noticias: te enviarán al retiro de trabajo con el equipo de arquitectura.
Cleo casi se atragantó con el café.
—¡No! No, no, no. ¡Tiene que haber otra Cleo en la oficina!
—Efectivamente no. Y sí; será con Íker. Ya está decidido.
Cleo apretó los labios. El universo, otra vez riéndose en su cara.
El viaje estaba programado para tres días en un centro de conferencias ubicado en un pueblo tranquilo, a unas horas en carretera. Lo realmente divertido vino cuando ambos llegaron el primer día y descubrieron —con horror sincronizado— que, debido a un error en las reservas, solo quedaba una habitación doble disponible.
La recepcionista, sonriendo inocente, lo comunicó como si fuera un detalle menor.
—¿Una habitación? —preguntaron los dos a coro, mirándose luego con incredulidad.
—Sí, con dos camas separadas, por supuesto.
Cleo giró hacia Íker.
—Ni se te ocurra reclamar. Hay eventos de por medio. Y si dices algo, seguro terminas durmiendo en el lobby.
Él respiró profundo, buscando serenidad.
—Está bien. Dos camas. No es problema.
Mentira piadosa: para ambos era un problema monumental.
El primer día transcurrió con ponencias y exposiciones. En la sala de conferencias, Cleo y Íker mantuvieron la compostura; se sentaron con otros colegas, intercambiaron frases exclusivamente laborales y fingieron un profesionalismo intachable.
Sin embargo, cada pausa para café era un teatro silencioso. Ella tomaba su taza y fingía leer el programa con muchísima concentración. Él contestaba correos como si el universo dependiera de esos tres minutos. Pero ninguno podía evitar observarse de reojo.
La verdadera comedia sucedió esa noche, cuando volvieron a la habitación.
Cleo arrojó su maleta sobre la cama más cercana a la ventana y lanzó un suspiro dramático.
—Bueno, aquí empieza nuestra versión barata de un reality show.
Íker dejó con precisión su maleta en la otra cama.
—Podemos manejarlo civilizadamente.
—¿Civilizadamente? ¿Con quién crees que estás hablando? Yo soy la chica que arruina postres en bodas.
El comentario logró arrancar una sonrisa ligera de él, aunque se apuró a disimular.
Mientras cada uno se acomodaba, comenzaron los roces inevitables. Cleo encendió la televisión a todo volumen mientras se probaba distintos pijamas frente al espejo. Íker, intentando concentrarse en unos informes, elevaba una ceja tras otra.
—¿Podrías bajar un poco el volumen?
—¿Podrías vivir un poco y aceptar que necesitamos ambiente? —respondió ella, bailando torpemente al ritmo del comercial que sonaba.
Más tarde, ella dejó su neceser abierto en el baño, esparciendo maquillaje y cremas por todos lados. Cuando él intentó cepillarse los dientes, casi derriba tres frascos.
—Esto no es un tocador, es campo minado —comentó, apartando un delineador antes de que acabara en la pileta.
—Se llama personalizar el espacio, se ve más hogareño.
—Se llama desorden.
Ella sonrió, orgullosa.
—Exacto.
Con todo, el roce cotidiano empezó a suavizar la tensión. Entre reproches menores y gestos espontáneos, el hielo se fue resquebrajando.
La segunda mañana, mientras desayunaban en el comedor del hotel, fueron sorprendidos por una tormenta eléctrica breve pero intensa. Los cortes de luz interrumpieron las sesiones de trabajo y los equipos decidieron improvisar actividades en grupo.
A Cleo se le ocurrió organizar dinámicas creativas para el grupo, e Íker, aunque al principio gruñó, terminó cooperando.
—Vamos, repite después de mí: dibuja sin mirar la hoja —insistió ella, repartiendo papeles.
Él obedeció con cara de mártir. El resultado fue una caricatura horrenda que nada tenía que ver con el objeto sugerido.
—¡Es un gato! —dijo Cleo mostrando la suya.
—Eso parece una ameba —respondió Íker mirando la hoja de ella.
—Tu “árbol” parece una antena rota, ¡así que no critiques!
Los colegas rieron alrededor, sorprendidos de verlos discutir con tanta naturalidad. Lo que ellos no sabían era que, detrás de esa competencia infantil, había un alivio enorme: estaban hablando de nuevo sin acidez.
Ya de regreso en la habitación, las bromas continuaron. Cleo no dejaba de mencionar el “árbol-antenita” de Íker, y él contraatacaba con la “ameba-gato”.
—Si algún día abrimos un museo, será el primero en fracasar el mismo día de inauguración —sentenció ella.
Él la observó, riendo de verdad en aquel instante. La imagen de la Cleo espontánea, quitándole peso a todo, volvía a hacerle sentir lo que tanto intentaba reprimir.
Más tarde, salieron a caminar por el pueblo al terminar las actividades. La lluvia había dejado calles mojadas y un aire fresco. Cleo decidió probar dulces típicos en cada esquina, arrastrando a Íker a probarlos también.
—Vamos, arquitecto serio, prueba esto. —Le puso un pedazo de dulce en la boca casi a la fuerza.
—Es demasiado dulce —replicó él, aunque no dejó de comerlo.
—Traducción: te encantó.
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comedia romántica contemporánea, romance con toque literario, novela de relaciones impredecibles
Editado: 26.11.2025