La lluvia había cesado durante la madrugada, pero el aire aún olía a madera húmeda y tierra tibia. Cleo despertó despacio, sintiendo sobre los hombros la chaqueta que Íker le había dejado la noche anterior. La dobló con cuidado, aunque el gesto fue inútil: solo tocarla la alteró.
Rocco, que había viajado con ella, dormía hecho un ovillo a los pies de la cama. Se sentó frente a la ventana y observó cómo la neblina se colaba entre los pinos. Era una mañana gris, de esas que invitan a pensar demasiado.
—Perfecto —murmuró—. Lo que necesitaba: drama climático y existencialismo gratuito.
Suspiró y bajó a la cocina. Íker ya estaba allí, preparando café como si perteneciera al lugar desde siempre. La camiseta gris tenía las mangas arremangadas, y el olor del café recién colado llenaba el ambiente de una calma engañosa.
—Buenos días —dijo él sin girarse.
—Buenos son, sí —respondió ella, apoyándose en el marco de la puerta—. Aunque exageras con lo del madrugón.
—Costumbre de trabajo —explicó él mientras servía dos tazas—. Si no empiezo el día temprano, me siento improductivo.
—Solo tú serías capaz de sentir culpa por descansar —replicó ella, acercándose a la mesa.
Él sonrió apenas y le ofreció una taza. Ella la tomó y, al hacerlo, sus dedos se tocaron. Fue un segundo breve, pero suficiente para despertar la memoria de la noche previa.
El silencio que siguió fue distinto al de otras veces: denso, expectante, un hilo invisible los unía.
Salieron a caminar. El sol empezaba a abrirse paso entre la bruma, y las gotas brillaban sobre las hojas. Íker iba unos pasos adelante, hablando de nada y de todo. Cleo lo observaba de perfil y pensaba, sin quererlo, que no se parecía a nadie que hubiera conocido.
—Debo admitirlo —dijo ella rompiendo la calma—, el paisaje es bonito.
Él la miró de reojo, con media sonrisa—. No lo dices para complacerme, ¿verdad?
—Por favor —gruñó ella—. Si fuera por complacerte, diría que el turismo arquitectónico rural es fascinante.
—Lo es para algunos —rió él—. Además, mira eso.
Íker señaló un grupo de flores silvestres al costado del camino. Las tomó con cuidado y se las tendió.
—No digas que son tuyas —comentó ella—, destruiste su hábitat natural.
—Prometo replantarlas mentalmente —dijo él, entregándolas en su mano.
El gesto la desconcertó. No era un ramo ni una conquista, solo una ofrenda simple. Sin proponérselo, lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Más tarde, se detuvieron en una pequeña colina desde donde se veía el valle. El silencio pesaba menos y, aun así, entre ambos crecía algo más palpable que la neblina.
—¿Te pasa a veces? —preguntó Íker de pronto—. Que quieres decir algo y no sabes si deberías.
Cleo lo miró sin entender.—Depende. Si se trata de confesar un crimen, no me lo cuentes.
Él soltó una leve risa, luego se quedó mirando el horizonte.—No, hablo de cosas más… simples, pero igual de complicadas.
Ella frunció el ceño.—Eso suena a contradicción poética.
—Lo es —admitió.
—Entonces dila, a ver si entiendo.
Respiró hondo, como quien reúne coraje. Luego giró hacia ella.—Cleo, hay algo que quiero decirte hace tiempo.
Sus palabras la endurecieron. Sentía el corazón apretado contra las costillas.
—¿Qué pasa? —preguntó, más defensiva de lo que quería.
—No sé cómo decirlo para que no suene apresurado —dijo Íker—. Pero… desde que nos conocimos todo ha sido un caos muy tuyo, imprevisto, y aun así…
La frase quedó suspendida entre los dos como una cuerda que no se atreve a tensarse.
Cleo lo miró atónita, dispuesta a burlarse para esquivar lo obvio, pero no pudo. Algo en su voz era diferente, más desnudo.
Íker dio un paso más cerca.—Lo que quiero decir es que estar contigo… —empezó.
Un grito interrumpió el momento.
—¡Alguien apagó la cafetera y ahora hay una inundación en la cocina! —gritó Luna desde la casa— ¡Y Rocco está flotando sobre un plato!
Cleo se llevó una mano al rostro, sofocando una risa entre frustrada y agradecida.Íker cerró los ojos un instante, exhalando con resignación.
—Por supuesto —murmuró—. Las interrupciones también forman parte del caos.
—La culpa no es mía —bromeó ella, ya más suelta—. El gato tiene espíritu aventurero.
Corrieron de regreso a la casa, donde Luna agitaba una toalla y Teo trataba de secar el suelo con una expresión de derrota. Rocco, efectivamente, reposaba sobre un plato plano como si navegara en el océano.
—Tienes una mascota con talento —dijo Íker entre carcajadas al levantar el improvisado barco.
—Lo entrené para aguas turbulentas —respondió Cleo, secándose las manos con una sonrisa.
Durante un rato, la casa se llenó de risas y toallas empapadas. El momento íntimo se disipó, convertido en una comedia doméstica. Aun así, algo seguía latiendo bajo la superficie, invisible pero presente.
Almorzaron más tarde de lo previsto. Luna cocinó algo comestible y Teo lo acompañó con vino. La atmósfera se alivió, pero Íker siguió callado, reconstruyendo la frase que no terminó.
Cleo notó su silencio. Lo conocía lo suficiente para distinguir cuando estaba reflexivo de cuando evadía.
—¿Te pasa algo? —preguntó mientras despejaban la mesa.
—No, solo pensaba —dijo él, distraído.
—Eso suena peligroso. La última vez que dijiste eso terminamos bailando en una feria.
—Entonces no fue tan malo.
Ella rodó los ojos, pero no pudo ocultar una sonrisa.
Cuando todos subieron a descansar un rato, quedaron otra vez solos. Él reparaba una silla que cojeaba, ella lo observaba desde el sofá, con el gato dormido sobre sus piernas.
—Nunca paras, ¿verdad? —le dijo.
—No me gusta dejar algo a medias —respondió él sin levantar la vista, aunque el doble sentido fue inevitable.
Cleo desvió la mirada, inquieta. Sabía que hablaban de mucho más que una silla. De palabras no dichas, de gestos truncos, de todo lo que quedaba a medias entre ellos.
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Editado: 26.11.2025