Citas con el Azar

El gran malentendido

La tarde comenzó con un mensaje mal enviado y terminó como una comedia de enredos que nadie había ensayado.
Cleo solía bromear con que su vida tenía la estructura de una telenovela sin libreto, pero esa vez el guion se superó a sí mismo.

Todo empezó con una notificación inocente.
Era viernes, la ciudad hervía de ruido y proyectos inconclusos. En la oficina, el aire olía a café recalentado y a urgencia. Íker había pasado toda la mañana revisando planos con el ceño fruncido. Se había dormido tarde, pensando en el mensaje que quería mandar a Cleo y en la torpeza con que siempre terminaba haciéndolo.

Finalmente, después del tercer café, escribió algo breve:
¿Nos vemos esta noche para hablar?

Lo releyó, dudó, lo copió… y en lugar de enviarlo a Cleo, se lo mandó al grupo de trabajo del proyecto.

Luna, la primera en leerlo, respondió con un emoticono de ceja arqueada.
Teo añadió: “Nos vemos tú y quién exactamente?”.

Y Cleo, confundida, vio la notificación segundos después.

—¿Hablar? —murmuró, mirando la pantalla.

Lo leyó tres veces. Se preguntó si era una invitación velada o una aclaración de algo que había quedado en el aire durante los últimos días. El problema fue que, en ese mismo instante, Teo —con su humor eterno— añadió otro mensaje al grupo:

Confirmado: cita entre planos y emociones reprimidas.

Cleo leyó eso, rodó los ojos y decidió no contestar.
En su mente, la lectura se torció: Íker quería hablar del trabajo, y Teo, como siempre, había arruinado el tono. Nada tenía que ver con ellos dos.

Se guardó el teléfono en el bolso y siguió escribiendo correos. Mientras tanto, Íker, desesperado por haber sufrido la humillación digital del año, borró el mensaje original del grupo y decidió mandar el correcto en privado.

Pero la aplicación, en su traición del día, se congeló. En su prisa, él creyó haber reenviado el texto a Cleo… cuando en realidad se lo envió a Luna.

Luna, escandalosamente rápida, contestó:
Por fin, hombre. Ya era hora. Pero ella tiene reunión hasta tarde. No creo que pueda verte hoy.

Y ese breve texto, leído fuera de contexto, se convirtió en la chispa que incendió las interpretaciones.

Íker lo tomó al pie de la letra.

—Así que no puede verme —dijo entre dientes, mirando el teléfono con gesto tenso—. Perfecto, me adelantaré a que me lo diga.

Abrió su correo y escribió, con tono contenido pero claro:
No te preocupes, no quiero complicarte la tarde. Olvida lo de hoy.

Presionó “enviar” y creyó haber tomado la decisión madura del día.

Cleo recibió el correo minutos después, justo cuando estaba por salir de la oficina. Leyó la primera línea, se le tensó la mandíbula y cerró el portátil.

—¿Olvide lo de hoy? —repitió, incrédula—. Ni siquiera íbamos a vernos.

—¿Qué pasa? —preguntó Luna, asomándose.

—Nada —contestó ella con esa voz que suena exactamente a “pasa de todo”—. Un malentendido más en mi colección.

—¿Íker? —insistió Luna.

Cleo suspiró.
—¿Quién más? Ese hombre tiene la precisión de un reloj… de arena mojada.

Luna soltó una carcajada, pero Cleo no participó. Guardó todo en su bolso y se marchó.

Íker, por su parte, pasó buena parte de la tarde convencido de que había hecho lo correcto. Pero cuando el reloj marcó las siete y vio salir a Cleo del edificio —de lejos, sin que ella lo notara— sintió una punzada de duda.

Si la había decepcionado, lo había hecho sin entender por qué.
Si ella lo había rechazado, era sin haberlo dicho.

En definitiva, ambos estaban confundidos.

Esa noche, el cosmos decidió sumarse al caos.

Luna y Teo habían organizado, justamente, una cena “casual” del grupo. Ni Cleo ni Íker sabían que el otro había recibido la invitación.

Cuando ella llegó al restaurante, lo primero que pensó fue que necesitaba un trago. Cuando él apareció en la puerta, lo primero que pensó fue que necesitaba desaparecer.

—Oh, qué coincidencia —dijo Luna, fingiendo ignorancia teatral—. No sabía que los dos vendrían.

—Claro —respondió Cleo con sarcasmo—. Seguro que no lo sabías.

—El azar nos sonríe —murmuró Íker, tomando asiento frente a ella.

Hubo un silencio incómodo. Los demás intentaron llenar el aire con comentarios triviales: proyectos, café, series, tráfico. Pero las miradas cruzadas entre Cleo e Íker eran como duelos en baja tensión eléctrica.

—¿Así que “olvidar lo de hoy”? —dijo Cleo, al fin, fingiendo ligereza—. Suena a instrucción de espionaje.

Él la miró sorprendido.
—¿Qué?

—Tu mensaje —dijo ella, sin mirarlo—. Lo vi. No te preocupes, ya está olvidado.

Íker dejó su tenedor sobre la mesa.
—Ah —dijo, tratando de sonar tranquilo—. Bien.

Luna los miraba a ambos como si estuviera observando el nacimiento de una tragedia romántica.
—Voy por más vino —dijo, levantándose.

—Yo también —añadió Teo rápidamente, arrastrándola para dejarlos solos.

Cleo fingió revisar el menú.
Íker se aclaró la garganta.
—Solo para entender —dijo—, ¿qué exactamente has olvidado?

—Lo de vernos —respondió ella sin levantar la vista—. Tu correo fue claro.

—Pero yo te escribí porque creí que tú no podías —replicó él.

—¿Y por qué creíste eso?

—Porque Luna me lo dijo.

Ella arqueó una ceja.
—¿Luna te dijo qué?

Luna, desde la barra, alzó la copa en un gesto nervioso que pretendía ser inocente.

—Que tenías reunión y estabas ocupada —dijo Íker.

Cleo lo miró fijo.
—No tenía reunión, Íker.

—Perfecto —respondió él, frustrado—. Entonces malentendido confirmado.

—Confirmado —repitió ella—. Y sin posibilidad de nota aclaratoria.

Ambos bebieron un sorbo de vino con gesto idéntico: resignación.

Durante varios minutos, el diálogo murió. El ambiente se llenó de murmullos y risas ajenas, como si el universo se burlara de ellos.




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