Citas con el Azar

Final con chispas. Epílogo

El día amaneció despejado y brillante, un tipo de luz que parece burlarse del caos previo. Cleo despertó con una sensación rara, entre nervios y alegría, como si algo estuviera a punto de cerrarse por fin. Llevaba días evitando un tema que pesaba en el aire: la confesión de Íker. Había respondido con sus gestos, con miradas y con esa risa que disfraza el miedo, pero no con palabras.

Mientras preparaba su café, revisó el teléfono. Un mensaje corto la esperaba. Reunión improvisada en el parque, 10 a.m. Solo nosotros.
No había nombre, pero ella sabía quién estaba detrás de cada palabra.

Suspiró, se vistió sin pensarlo demasiado y bajó con paso lento, intentando convencerse de que no esperaba nada extraordinario. Pero su corazón —ese traductor rebelde de emociones— ya la había delatado desde el primer minuto.
El parque estaba casi vacío. Al fondo, Íker la esperaba junto al puente pequeño que atravesaba el estanque. Tenía una chamarra ligera, una carpeta en la mano y esa sonrisa apacible que podía desarmar cualquier defensa.

—Llegas puntual —dijo Íker, girándose hacia ella.

—No siempre —respondió Cleo—. Pero hoy sentí que valía la pena hacer una excepción.

Él alzó las cejas divertido.
—Me tomaré eso como buena señal.

—Hazlo —dijo ella, sonriendo apenas.

Caminaron lentamente hasta el centro del puente. El viento les revolvía el cabello y el agua reflejaba destellos de sol que los cegaban por momentos.

—¿Y bien? —preguntó ella—. ¿Otra sorpresa arquitectónica?

—Nada tan elaborado esta vez —contestó él—. Solo necesitaba verte sin testigos.

—Qué raro en ti —bromeó ella—. Sin música, sin público, sin micrófonos.

Íker rió, bajando la mirada.
—Aprendo rápido. Pero no podía dejarlo así, Cleo. Sentía que faltaba algo.

Ella cruzó los brazos, intentando mantener el tono ligero.
—¿Un cierre de proyecto?

—No exactamente. Más bien un comienzo.

Hubo un silencio breve, pero no incómodo. Ella lo miró directamente, sabiendo que ya no quedaban excusas.

—Dilo —pidió en voz baja—. Sin planos ni metáforas.

Él respiró hondo.
—Me enamoré de ti, Cleo —dijo con una calma que no ocultaba nervios—. Desde el primer desastre, la primera discusión y cada malentendido. Me enamoré del caos contigo, y no quiero resolverlo. Quiero vivirlo.

Las palabras le temblaron apenas, pero eran verdaderas.

Cleo lo escuchó en silencio. Por un momento pareció inmóvil, como si pesara cada sílaba en su mente. Luego se acercó un paso y habló despacio.

—Qué manera tan tuya de decirlo —dijo ella—. Directo, claro, sin lugar para los escapes.

—Ya tuvimos demasiados escapes —respondió él—. Esta vez quiero claridad.

Ella bajó la mirada y sonrió.
—Pues prepárate. No soy buena en esto, pero... también me enamoré, Íker. Tal vez desde que te vi obsesionado con aquella maqueta absurda. Me desesperas, me haces reír y me obligas a mirar donde no quiero. Me enamoré de ese equilibrio imposible que tienes entre paciencia y locura.

Él la observó, sin ocultar la emoción.
—Entonces estamos perdidos juntos.

—O encontrados —dijo ella, con tono suave.

El aire entre ellos se volvió más ligero. Un pájaro cruzó el puente y el sonido del agua se mezcló con el silencio que dejó su confesión.

—Gracias por el puente —dijo ella después de un momento—. El de verdad y el otro, el que no se construye con acero.

—No hay de qué —respondió él—. Solo promete que no te reirás cuando meta la pata.

—Depende de la magnitud de la catástrofe —bromeó ella.

Y entonces sonrieron los dos, esa clase de sonrisa que no necesita traducción.
Más tarde, mientras caminaban hacia la salida del parque, Luna apareció a lo lejos, fingiendo estar en llamada.

—Qué coincidencia —dijo, exagerando naturalidad—. Justo pasaba por aquí.

Cleo le dirigió una mirada cargada de sospecha.
—Luna, no hay justo pasaba cuando se trata de ti.

—Tal vez estaba supervisando que el cierre tuviera final feliz —respondió ella, guiñando un ojo—. Podría decirse que soy la jefa del control de calidad emocional.

—Considera tu proyecto aprobado —dijo Íker, divertido.

—Oh, ya era hora —replicó Luna—. Teo y yo estábamos por apostar que ustedes necesitaban una secuela para resolverlo.

Cleo negó con la cabeza mientras reía.
—Deja que la vida sea la secuela. Sin cámaras, por favor.

—Demasiado tarde, ya lo tengo grabado en mi memoria emocional —dijo Luna antes de despedirse con un gesto de triunfo.

Cuando quedaron solos de nuevo, Cleo soltó un largo suspiro.
—Esa mujer necesita un pasatiempo nuevo.

—No, necesita una medalla —corrigió él—. Nos trajo hasta aquí a punta de ironías.

—Y de café —añadió ella.

Rieron los dos, y en esa risa había alivio, amor y esa chispa desordenada que los unía.
Días después, su relación parecía un experimento en marcha. Profesionales en las discusiones por horarios y campeones en reconciliaciones con café de por medio. Había pequeños desacuerdos cotidianos, pero también una complicidad que crecía sin esfuerzo.

Una tarde cualquiera, Íker irrumpió en la oficina con un sobre color sepia.

—Ten —dijo él, entregándoselo a Cleo—. Te lo debía.

—¿Una invitación a otro evento improvisado? —preguntó ella riendo.

—Abre y verás.

Dentro había una tarjeta con un dibujo: una versión minimalista del puente y debajo una frase escrita en cursiva Versión perpetua, resistente a tormentas y días mundanos.
Cleo levantó la vista.
—¿Esto cuenta como contrato sentimental? —preguntó divertida.

—Solo si lo firmas —dijo él.

Ella tomó un bolígrafo del escritorio, escribió su nombre y lo devolvió.
—Listo —dijo—. Pero advierto que las cláusulas de paciencia son flexibles.

—Perfecto —respondió él—. Incluyen margen de error.

En ese instante, Luna asomó la cabeza desde la puerta.
—No sé qué están firmando, pero me da miedo preguntar.




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