Había decidido que este año no me agarraría desprevenida otra vez el Día de San Valentín. No más memes de soltera empedernida, no más responder con un “yo y mis chocolates” cuando mis amigas subieran fotos con sus novios. No, esta vez iba en serio.
Me lo repetí tres veces frente al espejo, como si fuera un conjuro:
—Este año voy a tener pareja.
El reflejo me devolvió una ceja levantada y cara de “sí, claro”. Ni yo me creía el discurso motivacional.
La verdad es que el amor y yo teníamos una relación complicada: yo lo buscaba, él jugaba a las escondidas. Yo me ilusionaba, él me ghosteaba. Y cada vez que pensaba que estaba cerca… ¡boom!, desastre romántico digno de una comedia de Netflix.
Pero aquella noche, entre pizza fría y vino barato, mis amigas me lanzaron el reto:
—Hazte un perfil en la app de citas.
Yo protesté, obviamente.
—¿Y si me sale un psicópata?
—¿Y si no te sale nadie? —me replicó Claudia, con la sutileza de un martillo.
Y ahí, entre risas y empujones, terminé bajándome la aplicación. Subí tres fotos (dos decentes y una con filtro de perrito, porque nunca falla) y escribí una biografía que sonaba más a meme que a presentación: “Experta en comer tacos sin mancharme… bueno, casi siempre. Busco a alguien que me saque a pasear como a un golden retriever.”
No pasó ni diez minutos antes de que llegara el primer match. Mi corazón dio un brinco.
—¡Chicas, funcionó!
Ellas aplaudieron como si hubiera ganado la lotería, mientras yo miraba la pantalla con una mezcla de emoción y pánico. Porque, en el fondo, lo sabía: acababa de empezar mi propio reality show romántico.
Y aunque no lo admitiera en voz alta, la idea me encantaba.