Hay un deporte extremo que nadie reconoce oficialmente: stalkear en redes sociales sin ser descubierto.
Yo me considero atleta de alto rendimiento en ese campo. O al menos lo era… hasta aquella noche.
Resulta que estaba revisando el perfil de Leo —sí, el chico del emoji maldito— para asegurarme de que no tuviera fotos con exnovias escondidas en los rincones oscuros de Facebook. Entre foto de vacaciones, selfies con gatos y un par de imágenes de dudoso gusto (¿por qué los hombres creen que posar junto a un carro ajeno los hace atractivos?), llegué demasiado lejos… a una foto del 2014.
Él, con el cabello más largo, una camiseta fluorescente y una pose que gritaba: soy joven e invencible.
Y fue entonces cuando pasó lo inevitable: mi dedo resbaló y… ¡like!.
Sentí cómo se me helaba la sangre. Intenté quitarlo, pero ya era tarde: el maldito algoritmo seguro que le había enviado notificación inmediata.
Pasé cinco minutos debatiéndome entre borrar mi cuenta, huir del país o fingir un secuestro extraterrestre. Al final, él fue más rápido.
—Vaya… ¿estabas viajando al pasado de mis fotos? 😂
Me tapé la cara con una almohada.
—¡Lo siento! Fue sin querer.
—No te preocupes —escribió—, aunque me halaga saber que investigas tanto.
Quise aclarar que no era “investigación”, sino “espionaje romántico nivel FBI”, pero ya era demasiado tarde.
Lo peor fue que, al día siguiente, una amiga me mandó pantallazo:
—Amiga… ¿por qué estás dándole like a fotos de hace diez años? Eso es cringe.
Ahí entendí que mi reputación digital estaba oficialmente arruinada.
Y lo más irónico: a pesar de todo, Leo me siguió hablando. Incluso me dijo:
—Si quieres, mejor me conoces en vivo… y así no corres riesgo de otro accidente virtual.
¿Acepté? Claro que sí. No todos los días sobrevives a un “like arqueológico” y todavía te invitan a salir.