Después del desastre de la transmisión accidental, juré que mi próxima cita sería normal. Algo tranquilo, sin cámaras, sin público y sin mi tía Rosa comentando “qué lindo muchacho” en vivo.
Pero claro, lo normal ya no existe en mi diccionario.
El siguiente match se llamaba Álvaro, y en su perfil decía: “Creador de contenido, soñador y amante del café.” Yo, ingenua, pensé que lo de “creador de contenido” era una forma cool de decir que subía fotos de sus desayunos.
Grave error.
Cuando nos vimos en persona, lo primero que hizo no fue saludarme… sino sacar el celular.
—Un segundo, tengo que grabar un story de la entrada —dijo, enfocando el cartel del restaurante.
Yo sonreí incómoda, convencida de que sería algo rápido. No. En los siguientes veinte minutos grabó:
El menú.
El mesero (que puso cara de “yo no firmé para esto”).
Mi café… desde tres ángulos distintos.
Cuando por fin me miró, pensé: ahora sí empieza la cita. Pero entonces dijo:
—Espera, sonríe… ¡foto para el feed!
Yo todavía ni sabía si quería una segunda cita y ya estaba en proceso de convertirme en #ChicaDelViernes.
Entre sorbo y sorbo, me contaba cuántos seguidores tenía (“casi treinta mil, pero los verdaderos son los de TikTok”), cuántas colaboraciones había rechazado (“no hago cualquier cosa, solo marcas con valores”) y cómo estaba “cansado de que la gente lo viera solo como un influencer y no como un ser humano”.
La ironía se me escapaba por los poros.
Lo peor llegó cuando, al final de la cita, me preguntó con toda naturalidad:
—¿Podrías firmar este consentimiento para usar tu imagen en mis videos?
Me atraganté con la galleta.
—¿Perdón?
—Nada personal, es que mi comunidad ama cuando salgo con gente nueva.
Ahí fue cuando decidí que no había futuro con Álvaro. Porque una cosa es ser romántica, y otra muy distinta es terminar como personaje secundario en el reality personal de un influencer.
Me despedí rápido, sin contrato firmado ni selfie final. Y mientras me alejaba pensé:
Definitivamente prefiero los chicos que no saben usar bien los emojis.