En la oficina hay cosas inevitables: los correos con copia a veinte personas que nadie lee, la impresora que siempre se traba cuando tienes prisa… y, al parecer, mi jefe metiéndose en mi vida amorosa.
Todo empezó después de que el coworker misterioso y yo fuimos por ese café con papas fritas. Según nosotros, nadie había notado nada. Según nosotros, éramos agentes secretos del romance laboral.
Pero mi jefe no se tragó el cuento.
En plena reunión, me miró con una sonrisita sospechosa y dijo:
—Oye, ¿tú y el del escritorio 12 ya se conocen bien, verdad?
Yo casi me ahogo con el agua. Él levantó la vista de sus notas, rojo como tomate.
—Pues… lo básico —balbuceé.
El jefe arqueó una ceja y, como si fuera Cupido con corbata, soltó:
—Me alegra, porque hacen buen equipo. Y no solo en proyectos.
Media oficina giró la cabeza hacia nosotros. Yo quería evaporarme.
Lo peor es que no se quedó ahí. Al día siguiente, el jefe nos “casualmente” asignó el mismo proyecto y, como guinda, nos puso en el mismo escritorio compartido “para fomentar la colaboración”.
Cada vez que pasaba por nuestro lado, dejaba caer frases tipo:
—Ay, miren qué coordinados se ven.
—¿Ya tienen planes para almorzar juntos?
Yo sospechaba que disfrutaba demasiado del espectáculo.
Una tarde, mientras revisábamos gráficas, el jefe apareció con dos cafés y nos los puso en la mesa.
—Para mis tortolitos del Excel —dijo con una sonrisa pícara.
Nos miramos, entre divertidos y avergonzados. Y cuando él se fue, el coworker misterioso murmuró:
—Si esto sigue así, vamos a tener que invitarlo de padrino.
Yo solté la risa, y en el fondo pensé que, aunque fuera un poco entrometido, mi jefe resultaba ser el mejor cupido de oficina que podía tener.