Dicen que la verdad sale con los niños, los borrachos… y el autocorrector. En mi caso, esa noche fueron los borrachos.
Claudia insistió en que necesitábamos una salida de amigas “para desintoxicarme del coworker misterioso”. Terminamos en un bar con luces neón, música ochentera y una oferta peligrosa de 2x1 en margaritas.
La primera ronda fue divertida. La segunda, más divertida. Para la tercera ya estábamos cantando a gritos canciones que no sabíamos completas y haciendo coreografías inventadas.
En medio de ese desmadre, Claudia me miró con la seriedad de un juez y dijo:
—Bueno, cuéntanos la verdad: ¿te gusta el del escritorio 12, sí o no?
Yo intenté desviar el tema con un trago largo, pero mis amigas no perdonaron.
—¡Confiesa! —coreaban como si fueran un jurado popular.
Al final, el tequila pudo más que mi discreción.
—Sí —dije arrastrando la palabra—. Sí me gusta. Mucho. Demasiado. Tanto que hasta disfruto sus corbatas con piñas.
Hubo un silencio dramático, seguido de gritos y aplausos.
—¡Sabíaaaamos! —chilló Lucía, casi derramando su copa.
Yo, entre roja y mareada, añadí:
—Pero no quiero arruinarlo. No quiero que sea solo… ya saben, otro desastre de mis citas.
Claudia me abrazó como coach motivacional de bar y sentenció:
—Mira, si ese hombre sabe hacerte reír en medio de una reunión de Excel, ya es más que todos tus matches juntos.
Las margaritas siguieron, la noche se alargó y, entre risas y confesiones, me sentí un poquito más ligera. Porque aunque el amor moderno fuera un caos, esa noche entendí algo: con amigas, tequila y un poco de honestidad, los desastres duelen menos… y hasta se vuelven anécdotas dignas de novela.