Valeria juraba que ya había vivido de todo: el ghosting educado, el ex likeador compulsivo, el algoritmo entrometido… pero el universo todavía guardaba una sorpresa: la cita fantasma.
Había hecho match con un chico que parecía perfecto: lector, amante del cine independiente, y con una sonrisa que derretía más que una pizza recién salida del horno. Después de varios días de mensajes ingeniosos, acordaron verse en un café céntrico.
Valeria llegó puntual, con nervios y la esperanza de que esta vez el universo se portara bien.
Se sentó, pidió un cappuccino y esperó.
Y esperó.
Y esperó.
Veinte minutos después, nada. Ni mensaje, ni excusa, ni siquiera un “ya casi llego”. Solo silencio.
“Tranquila, quizá está en camino”, pensó, revisando compulsivamente el celular. Pero al entrar al perfil del chico… ya no existía. Ni rastro. Como si nunca hubiera estado ahí.
Lo habían borrado. O se había borrado. O quizá, pensó ella en un arranque de paranoia, nunca existió.
Mientras el cappuccino se enfriaba, Valeria empezó a imaginar teorías:
Tal vez era un agente secreto y lo habían llamado de urgencia.
O un fantasma literal, con perfil falso incluido.
O peor: un tipo casado que decidió desaparecer al último minuto.
Lo cómico fue que, al levantarse para irse, el mesero le dijo con simpatía:
—¿Se va ya? Qué raro… pensé que estaba esperando a alguien, porque vi a un chico sentado en la mesa de afuera hace un rato.
Valeria se quedó helada. ¿Había estado ahí? ¿La vio y decidió no entrar? ¿O fue solo una coincidencia maldita?
De regreso a casa, se rió de la ironía: había tenido una cita fantasma sin siquiera llegar a conocer al susodicho.
Y en su diario digital, escribió:
“Al menos no gasté en postre. Punto positivo: el cappuccino estaba buenísimo.”