Después del catfish del año, Valeria sintió que su corazón y su paciencia necesitaban vacaciones. Así que, con determinación heroica, anunció en el chat de amigas:
—Voy a hacer un dating detox.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucía.
—Cero matches, cero apps, cero citas por un mes. Solo yo, mi paz mental y mi helado de vainilla.
—JAJAJA dura tres días —dijo Claudia.
Valeria estaba convencida de que esta vez sería distinto. Borró todas las apps, archivó chats, hasta cambió su foto de WhatsApp por una de un paisaje aburrido. “Nueva era, nuevo yo”, pensó.
La primera semana fue liberadora. Nada de notificaciones, nada de likes sospechosos, nada de ghostings. Solo Netflix, yoga en YouTube y listas de reproducción de “mujer independiente empoderada”.
La segunda semana… empezó el síndrome de abstinencia. Miraba el celular como si fuera un postre prohibido. Una noche casi re-descargó Tinder “para revisar un detalle” (léase: caer de nuevo).
La tercera semana fue peor: los hombres parecían brotar de la nada. El vecino le ofreció ayudarla a cargar bolsas del supermercado con una sonrisa sospechosamente coqueta. El cajero del banco le dijo “qué bonitos ojos” mientras le devolvía la tarjeta. Incluso el del Uber intentó invitarla a salir.
Valeria no sabía si era el universo poniéndola a prueba o si de verdad la vida amorosa era como las dietas: cuanto más prohibido, más tentador.
Una noche, en plena crisis, llamó a Claudia:
—¡No aguanto más! El detox es un infierno.
—Relájate, amiga, no es el fin del mundo.
—¡Hoy hasta el repartidor de pizza me guiñó un ojo!
Claudia rió tanto que casi se atraganta.
—Eso se llama karma, Valeria. Cuando no quieres citas, las citas te buscan a ti.
Y, aunque le costó, Valeria aguantó hasta el final del mes. No porque fuera fácil, sino porque, en el fondo, descubrió algo curioso: sin toda la locura digital, empezaba a escuchar mejor lo que quería de verdad.
Lo gracioso es que, justo el último día del detox… recibió un mensaje inesperado.
Era del coworker misterioso.
—“¿Café mañana? Esta vez sin plan de trabajo.”
Valeria sonrió. Tal vez el verdadero algoritmo era la vida misma.