Claudia y Lucía tenían un talento especial: arrastrar a Valeria a planes que ella no quería… y que siempre terminaban siendo inolvidables. Esa noche el plan fue karaoke.
—Amiga, cantar libera estrés —dijo Claudia, con su copa de sangría en la mano.
—Sí, pero también libera ridículo —refunfuñó Valeria, que prefería ver a otros desafinar desde su silla.
El bar estaba lleno de grupos animados, micrófonos sudorosos y pantallas con letras de canciones que casi nadie seguía a tiempo. Valeria estaba convencida de que se libraría de cantar, hasta que escuchó una voz conocida detrás de ella.
—¿Valeria?
Se giró, y ahí estaba: el coworker misterioso, con un par de amigos del trabajo.
El universo, una vez más, la había llevado directo al ridículo.
—¡No puede ser! —exclamó Lucía, frotándose las manos—. Esto se puso interesante.
Entre risas, copas y canciones malas, alguien del público (maldito sea) escribió el nombre de Valeria en la lista de participantes. Cuando anunciaron:
—¡Siguiente en el escenario: Valeria!
Ella casi se esconde debajo de la mesa.
Pero antes de reaccionar, el coworker se levantó y dijo:
—Voy contigo.
Lo siguiente fue un dúo improvisado de una balada empalagosa. Él cantaba decentemente, con sonrisa tímida, mientras Valeria desafinaba a niveles históricos. La gente del bar no sabía si aplaudir o taparse los oídos.
Lo peor vino en el estribillo: al intentar hacer un gesto dramático con el micrófono, Valeria tropezó con el cable y casi se cae sobre él. Terminaron abrazados frente a todos, muertos de la risa.
El público explotó en aplausos, convencidos de que eran pareja.
De regreso a la mesa, Claudia susurró:
—Amiga, si ese hombre no se enamora después de escuchar tu voz de gaviota herida, es que no es para ti.
Valeria solo pudo reírse y pensar que, aunque había sido el karaoke del desastre, algo dentro de ella se sentía extrañamente feliz.
Esa noche escribió:
“Puede que haya destruido una canción, pero al menos construí un recuerdo. Y de los buenos.”