Valeria siempre decía que los audios de WhatsApp eran armas de doble filo: podían enamorar… o destruir reputaciones.
Esa mañana, mientras desayunaba apresurada, le mandó un audio larguísimo a Claudia, contándole con lujo de detalles cómo el coworker misterioso la hacía suspirar hasta cuando pedía clips en la oficina.
—…y te juro que si vuelve a mirarme con esa sonrisita, voy a saltar por encima del escritorio y besarlo —remató, con una risa nerviosa.
Mandó el audio y siguió con su café.
Cinco minutos después, su celular vibró con notificaciones en cadena. Cuando lo revisó, casi se le cayó de las manos.
El audio no había ido al chat con Claudia. Había ido al chat grupal de la oficina.
Valeria sintió que la vida se le apagaba.
Ya era tarde: el mensaje estaba marcado como reproducido por ocho personas. Entre ellas, el coworker.
En menos de dos segundos, empezaron a llegar las reacciones:
Un “😂😂😂” de la asistente de recursos humanos.
Un “🔥” del diseñador gráfico.
Y el clásico: “Ups, Valeria, parece que alguien está enamorada…”
Ella quería desaparecer.
Lo peor fue entrar a la oficina y ver las sonrisas cómplices de todos. El coworker, por supuesto, estaba en su escritorio, tranquilo, como si nada hubiera pasado. Cuando pasó a su lado, él se inclinó y susurró:
—Interesante lo que dijiste del escritorio.
Valeria enrojeció hasta las orejas.
Esa noche escribió en su diario digital:
“Hoy confirmé que el karma existe y que odia los audios de WhatsApp. Nota mental: nunca, NUNCA grabar confesiones con el celular en la mano antes del café.”