La mañana después de la fiesta corporativa, Valeria se despertó con dolor de cabeza… pero no por el alcohol, sino por el recuerdo de la confesión.
"Creo que me gustas demasiado como para seguir escondiéndolo."
La frase se repetía en su mente como eco eterno.
Claudia, fiel a su rol de mejor amiga entrometida, apareció en su apartamento con café y croissants.
—Bueno, suéltalo todo. ¿Qué le contestaste?
Valeria se llevó las manos a la cara.
—Nada. Me quedé muda como estatua. Y luego todos empezaron a aplaudir cuando el jefe hizo un brindis, y… no pude decir nada.
—O sea que ahora tu vida amorosa depende de un aplauso colectivo —resumió Claudia, tomando un sorbo de café.
Durante todo el día, Valeria se debatió entre dos impulsos: uno, dejarse llevar por la emoción y lanzarse de cabeza a lo desconocido. Dos, aplicar su clásico instinto de autodefensa y salir corriendo antes de que las cosas se complicaran.
En la oficina, cada mirada del coworker parecía un recordatorio silencioso. Él no insistió, no preguntó, no presionó. Solo la trató como siempre, lo cual era casi peor: porque significaba que la pelota estaba en su cancha.
Esa noche, frente a su laptop abierta en la app de citas que ya ni usaba, escribió en su diario digital:
“El amor no se trata solo de matches, likes o ghostings. A veces se trata de decidir: ¿quieres quedarte en la comodidad del desastre que conoces… o arriesgarte al caos de algo real?”
Valeria aún no tenía la respuesta. Pero sabía que tarde o temprano tendría que darla.