Después de la tormenta de malentendidos, Valeria esperaba que todo siguiera igual de caótico. Pero, sorprendentemente, lo que vino fue silencio.
El coworker misterioso no le escribió al día siguiente. Ni al siguiente. Ni al siguiente.
Valeria, que había jurado mil veces que no era de esas personas que cuentan los minutos, terminó revisando compulsivamente el celular cada cinco minutos.
—Esto ya es ridículo —se dijo mientras abría y cerraba WhatsApp por décima vez en una hora.
Claudia no tardó en notarlo.
—¿Qué pasó con tu Romeo corporativo?
—Nada, absolutamente nada —dijo Valeria, fingiendo indiferencia mientras refrescaba Instagram.
—Nada = me estoy volviendo loca y necesito señales de humo.
El silencio se convirtió en protagonista. En el trabajo, él estaba cordial pero distante. Ni las bromas ni las sonrisas cómplices. Nada.
Valeria intentó distraerse. Fue a clases de yoga (y terminó roncando en la relajación final), se apuntó a un curso de repostería (y quemó las magdalenas tan fuerte que la alarma contra incendios casi la expulsa del edificio), incluso descargó otra app de citas “solo para probar”.
Pero nada servía. El gran silencio se colaba en todo.
Al final de la semana, escribió en su diario digital:
“Lo extraño más cuando no está que cuando me mete en problemas. Y eso es injusto. Ojalá el silencio viniera con subtítulos.”
Y como buena Valeria, cerró la nota con humor:
“PD: si mañana tampoco me habla, me meto en su oficina fingiendo que se me atascó una grapa en la impresora.”