El silencio parecía haberse roto al fin cuando el coworker misterioso le escribió a Valeria un mensaje corto pero explosivo:
—“¿Mañana cenamos?”
Valeria casi tiró el celular al suelo. No porque no quisiera, sino porque llevaba días esperando algo así.
—¡Claudiaaaaa! —gritó, corriendo hasta su amiga—. ¡Me invitó a cenar!
—¿Y qué vas a ponerte? ¿Ese vestido rojo de la primera cita fallida o el negro que te hace ver como jefa de mafia sexy?
—Claudia, concéntrate, es importante.
—Yo estoy concentrada en lo importante.
Valeria pasó toda la tarde planeando: ropa, maquillaje, conversación ligera con toques de misterio. Incluso ensayó cómo pedir el postre “casualmente” sin parecer desesperada.
Pero el universo, fiel a su estilo, tenía otros planes.
Primero, el restaurante cerró de improviso por una inspección sanitaria.
Segundo, su plan B —un nuevo bar de moda— estaba tan lleno que la fila parecía la entrada de un concierto de reguetón.
Tercero, mientras decidían qué hacer, comenzó a llover a cántaros.
Terminaron refugiados en una gasolinera, comiendo papitas de bolsa y tomando café aguado de máquina.
—Bueno… técnicamente estamos cenando —dijo él, con una sonrisa torcida.
Valeria no pudo evitar reír.
—Si alguien me hubiera dicho que mi cita soñada iba a ser aquí, hubiera pensado que era un castigo divino.
La lluvia no paró, y al final cada uno tomó un taxi distinto a casa. No hubo beso, no hubo confesión, no hubo nada de lo planeado.
Esa noche, Valeria escribió en su diario digital:
“La cita que nunca fue… tal vez fue mejor que muchas que sí fueron. Porque, aunque no hubo nada, sentí que todo estaba ahí, esperando.”