Valeria había ensayado mil veces lo que quería decir. Frente al espejo, frente a Claudia, incluso frente a su pobre gato virtual de una app de meditación. Pero nada la preparó para tenerlo enfrente, mirándola con esos ojos serios que siempre parecían leer más de lo que ella estaba dispuesta a mostrar.
—Valeria… —empezó él, con esa calma que la desesperaba.
—No, espera —lo interrumpió ella, levantando la mano como si fuera un árbitro—. Si tú hablas primero, me pongo nerviosa, tartamudeo y termino confesando que una vez me comí el almuerzo de Claudia porque pensé que era mío.
Él rió, y eso le dio valor.
—Mira, yo… soy un desastre. Bueno, eso ya lo sabes. Todo lo que toco termina en caos, y honestamente nunca pensé que alguien se iba a quedar después de ver mi colección de catástrofes románticas.
—Yo también tengo mi historial —dijo él, inclinándose hacia ella—. Solo que no lo publico en redes.
Valeria tragó saliva. Ahí estaba la oportunidad de ser honesta.
—La verdad es que me asustas un poco. Porque contigo no es un juego, no es un match de cinco minutos. Y eso… me da miedo.
Él sonrió, pero no con burla, sino con esa paciencia que tanto la descolocaba.
—¿Quieres que te diga mi miedo?
—Dale.
—Que no me des una oportunidad por pensar demasiado.
Valeria sintió que el corazón le explotaba en el pecho. Y entonces, porque era ella y no podía evitarlo, soltó:
—Bueno, si me vas a decir cosas así, al menos invítame un café. No pienso ser profunda con el estómago vacío.
Él rió, aliviado.
—Trato hecho.
Esa noche, escribió en su diario digital:
“Las confesiones no fueron elegantes ni perfectas, pero fueron nuestras. Y tal vez… solo tal vez… estoy lista para dejar de correr.”