Claudia llevaba semanas con cara de conspiradora, y Valeria lo sabía. Esa sonrisa ladeada, ese brillo en los ojos, esa manera de decir:
—Ay, amiga, tú tranquila, yo me encargo…
Todo eso solo podía significar una cosa: desastre organizado.
Y así fue.
Claudia decidió organizar lo que llamó “una salida de amigas inocente”. Traducción: una emboscada social para que Valeria y el coworker misterioso quedaran frente a frente sin escapatoria.
La estrategia era digna de película de espías:
1. Claudia invitó a Valeria “a tomar algo relajado, solo nosotras”.
2. Luego, casualmente, invitó al coworker al mismo bar.
3. Finalmente, se inventó una excusa para desaparecer en el momento exacto.
—¿Tú crees que soy tonta? —le reclamó Valeria cuando lo descubrió.
—No, creo que estás enamorada y necesitas que alguien te empuje al abismo. Y hola, aquí estoy yo.
El plan, por supuesto, se salió de control.
Primero, Valeria llegó tan nerviosa que pidió un mojito… doble. Y a los diez minutos ya estaba confesando que una vez se había quedado dormida en una reunión de Zoom con la cámara apagada.
Segundo, el coworker, en lugar de incomodarse, decidió seguir el juego.
—¿Quieres que te cuente mi peor metida de pata en la oficina? —dijo.
Claudia, que los miraba desde la barra como orgullosa directora de orquesta, levantaba el pulgar cada dos minutos.
Pero cuando por fin la conversación empezaba a tomar un rumbo más romántico, Valeria descubrió el truco.
—¡Claudia nos engañó! —exclamó, indignada pero riéndose.
Él sonrió.
—Entonces… ¿le seguimos el juego?
Valeria lo miró, entre nerviosa y divertida. Y, contra todo pronóstico, dijo:
—Sí. Total, lo peor que puede pasar es que termine escribiéndolo en mi diario digital.
Esa noche, en efecto, escribió:
“Claudia debería cobrar como cupido profesional. Aunque, pensándolo bien, nadie sobreviviría a sus métodos.”