Después de tantos intentos fallidos, malentendidos y “accidentes sociales” cortesía de Claudia, Valeria y el coworker decidieron organizar, por fin, una cita oficial. Nada improvisado, nada de gasolineras, nada de coincidencias sospechosas. Solo ellos dos, un restaurante bonito y la promesa de una velada tranquila.
—Esta vez no puede salir mal —se dijo Valeria frente al espejo, ajustándose el vestido negro que la hacía sentir poderosa.
Claudia, sentada en la cama, bufó.
—Amiga, en tu vida nada es tranquilo. Si hay una vela en la mesa, seguro se incendia el menú.
Valeria la ignoró y salió decidida a demostrar lo contrario.
El comienzo fue prometedor. Llegaron puntuales, la mesa estaba impecable, y hasta la música de fondo parecía cómplice: jazz suave, nada estridente.
—A esto me refiero con una cita de verdad —dijo él, sonriendo.
Todo iba bien… hasta que el camarero tropezó y dejó caer una copa de vino sobre el vestido de Valeria.
—Genial —murmuró ella, empapada en tinto—. Ahora parezco un personaje de CSI.
Él intentó contener la risa y le pasó una servilleta.
—Tranquila, lo importante es que no fue en la camisa mía, que era blanca.
El humor salvó el momento, pero el universo no había terminado.
El postre que Valeria pidió (un volcán de chocolate) no explotó de forma elegante… sino literal. El relleno hirviendo salió disparado como lava, manchando el mantel y casi chamuscando la vela.
Los dos terminaron riendo a carcajadas mientras el mesero pedía disculpas con cara de tragedia griega.
Al salir del restaurante, mojados de vino y oliendo a cacao, él la tomó de la mano.
—Definitiva, ¿eh? —le dijo con una sonrisa cómplice.
Valeria suspiró, pero no soltó su mano.
—Definitiva… a nuestra manera.
Esa noche escribió en su diario digital:
“Intentar ser normal es lo menos normal que podemos hacer. Pero, entre vino, lava de chocolate y risas, creo que encontré la cita que necesitaba.”