Valeria estaba atrapada en un triángulo… pero no de esos románticos de telenovela.
Su triángulo era mucho más dramático:
1. Decirle que sí al coworker misterioso y arriesgarse a que todo terminara en desastre laboral.
2. Hacerle caso a Claudia, quien insistía en que “lo mejor es dejarlo en la zona de compañeros con beneficios imaginarios”.
3. Huir a otro país y fingir que se llamaba Verónica, opción que cada día le sonaba más razonable.
Mientras tanto, él —Señor Ambigüedad— había dejado caer frases como:
—Deberíamos vernos fuera de la oficina… en serio.
Lo cual, para Valeria, equivalía a una bomba nuclear.
Una noche, en su casa, armó un ritual absurdo para “tomar la decisión correcta”: encendió una vela, puso música dramática, y se hizo una taza gigante de café como si fuera a leer el futuro en la espuma.
—A ver, universo, mándame una señal —dijo mirando al techo.
Justo en ese momento, el ventilador hizo volar un post-it que decía “Pide lo que quieras… pero decide” (nota que Claudia le había pegado en la pantalla semanas atrás). Valeria lo tomó como un mensaje divino.
Al día siguiente, se presentó en la oficina con determinación. Caminó hacia él, lista para soltar su decisión… pero tropezó con el cable de la impresora y terminó de rodillas en el suelo, con todos aplaudiendo como si fuera parte de un espectáculo de improvisación.
Él la ayudó a levantarse, divertido:
—Entonces… ¿cuál es tu decisión?
Valeria, aún roja como un tomate, respondió:
—Mi decisión es… que necesito zapatos con mejor agarre.
Y ahí quedó: la gran decisión pospuesta, la tensión en aumento y Claudia al fondo gritando:
—¡Suspenso, me encanta!