Valeria jamás entendió por qué la oficina insistía en celebrar todo.
Nuevo proyecto: brindis. Cumpleaños de alguien que nadie conocía bien: brindis. Que el microondas de la sala de descanso por fin fue reemplazado: brindis.
Pero aquel viernes, la celebración era doble: el éxito de un proyecto grande y el cumpleaños del jefe. Eso significaba un evento con buffet barato, botellas de vino de dudosa procedencia y, lo peor, discursos espontáneos.
Valeria estaba dispuesta a pasar desapercibida, como siempre. Su plan era esconderse detrás de Claudia, comer empanadillas gratis y huir temprano. Pero el universo —y probablemente el karma por todos sus memes maliciosos— tenía otros planes.
El brindis lo inició el jefe, con un discurso solemne sobre trabajo en equipo. Después, alguien la empujó con una copa en la mano.
—¡Que hable Valeria! —gritó Claudia, con esa energía diabólica que solo ella podía tener.
Valeria quiso negarse, pero ya todos la miraban. Subió la copa, sonrió nerviosa y empezó:
—Bueno… este año ha sido… intenso. Con muchos retos, aprendizajes y…
La copa de vino estaba en su mano derecha. Y, justo cuando iba a cerrar su frase con un “¡Salud!”, se giró por instinto hacia él. Señor Ambigüedad.
Él la miraba desde el fondo, con esa sonrisa tranquila que la hacía tropezar con sus propias palabras.
Y fue ahí cuando ocurrió:
—Y también quiero brindar… por las personas que nos inspiran a mejorar cada día. Por esas que nos hacen reír en medio del caos, que nos acompañan incluso en los momentos más ridículos…
Claudia la observaba con la mandíbula caída, como si Valeria acabara de declararse en una boda.
Valeria, dándose cuenta tarde de lo que estaba diciendo, intentó corregirlo:
—O sea… ¡por todos ustedes, claro! ¡Todos ustedes me hacen reír!
Pero ya era inútil. El jefe arqueó una ceja con interés, el becario lanzó un “¡Uuuuh!”, y Claudia ya estaba grabando con su celular, obviamente.
Para coronar el desastre, alguien gritó:
—¡Que choquen las copas los tortolitos!
Él, divertido, levantó la suya desde el otro lado del salón. Valeria, roja como un tomate, no tuvo más remedio que acercarse y chocar la copa con la suya bajo una ovación ridículamente entusiasta.
Al terminar el evento, mientras ella intentaba huir a toda velocidad, él la alcanzó en el pasillo.
—Bonito brindis. Muy… personal.
—¡Fue un accidente! —replicó ella, nerviosa—. ¡Yo estaba improvisando!
—Claro. —Él sonrió—. Entonces espero más “accidentes” como ese.
Valeria se tapó la cara con las manos, jurando que jamás volvería a dar un discurso en su vida. Pero, en el fondo, una parte de ella no podía dejar de sonreír.