Valeria siempre pensó que el supermercado era un lugar seguro.
Un espacio neutral donde lo único que podía salir mal era que la caja rápida se convirtiera en lenta o que la señora delante de ella pagara con monedas de cinco centavos.
Pero aquel sábado todo se transformó en una tragicomedia que ni Claudia hubiera podido inventar.
La misión era sencilla: comprar lo básico para sobrevivir el fin de semana. Pan, café, y—contra toda recomendación médica—chocolates. Ella caminaba tranquila con su carrito cuando, de repente, lo vio.
Él. Señor Ambigüedad.
Con un carrito lleno de cosas organizadas como si fueran parte de un catálogo de revista.
—¿Tú aquí? —preguntó Valeria, fingiendo sorpresa.
—Las personas normales comen, Valeria —respondió él, divertido.
—Sí, claro. Pero tú seguro compras quinoa orgánica, mientras yo estoy a punto de poner tres cajas de galletas en oferta.
Él rió, y ella sintió esa mezcla de incomodidad y cosquillas en el estómago. El universo, como siempre, decidió subir la dificultad: justo en ese momento, Claudia apareció de la nada con su propio carrito.
—¡Val, justo a tiempo! Necesito tu ayuda para elegir vino barato que parezca caro.
El encuentro estaba servido.
Lo malo es que Valeria, en su intento de mantener la compostura, no se fijó y terminó chocando su carrito contra una torre gigante de plátanos. En cuestión de segundos, la escena parecía un episodio de Tom y Jerry: los plátanos rodaban por todos lados, un niño pequeño se resbaló y empezó a reír como loco, y el guardia del supermercado suspiraba resignado.
—¡Yo no fui! —dijo Valeria, inútilmente, con las manos arriba.
—Val, acabas de iniciar una guerra mundial de plátanos —murmuró Claudia, grabando todo con su celular.
Él, en lugar de ayudar a limpiar, la miraba con esa expresión mezcla de ternura y risa contenida.
—Creo que deberías cambiar tu apodo a La Reina del Caos.
—Cállate y recoge plátanos —replicó Valeria, roja como un tomate.
Cuando finalmente lograron estabilizar la torre, pensó que lo peor había pasado. Pero no.
Al llegar a la caja, Valeria descubrió que, entre tanto desastre, alguien había metido en su carrito un paquete de condones tamaño XL.
Claudia casi se desmaya de la risa.
—¡Val, no sabía que planeabas un sábado tan emocionante!
—¡Eso no es mío! —gritó Valeria, desesperada, mientras la cajera levantaba una ceja con media sonrisa.
Él, claro, aprovechó la situación:
—Bueno, al menos tienes previsión. Siempre es bueno estar preparada.
Valeria quería desaparecer en ese instante. Pero, en medio de la humillación, no pudo evitar reírse también. Porque, al final, ese era su destino: convertir un simple viaje al supermercado en una comedia romántica con final improvisado.
Cuando salieron, él le dijo con calma:
—La próxima vez que vayas al súper, avísame. Así al menos podemos repartir el drama entre dos.
Valeria fingió indignación, pero no pudo dejar de sonreír. Porque, en el fondo, esa invitación sonaba mucho más tentadora de lo que quería admitir.