Tres meses después del famoso “sí definitivo”, Valeria seguía preguntándose cómo había sobrevivido hasta ahí.
En lugar de cenas perfectas y caminatas de película, lo suyo con él era más bien:
Pedir pizza y discutir porque él siempre quería con piña.
Perderse juntos en Google Maps aunque solo buscaban el supermercado.
Pelearse por qué serie maratonear… y terminar viendo videos de gatos.
Claudia, como siempre, se mantenía de metiche profesional.
—A ver, ¿ya pelearon en serio?
—Sí —respondió Valeria.
—¿Por qué?
—Porque me compró chocolates sin leche y yo quería con almendras.
—¡Eso no es una pelea, eso es amor gourmet!
Un domingo cualquiera, mientras doblaban la ropa (o más bien, él doblaba y Valeria hacía montañas raras), él la miró con esa sonrisa cómplice.
—Oye, ¿te das cuenta de que todo lo que hacemos parece un desastre?
Valeria se encogió de hombros.
—Sí, pero es nuestro desastre. Y ya me acostumbré a que sea así.
Él se inclinó y la besó, justo cuando Claudia entró sin tocar la puerta, cargando helado.
—¡Paren todo! Traje provisiones para cuando se peleen de verdad.
Valeria rodó los ojos.
—Claudia… algún día voy a cambiar la cerradura.
—Y yo algún día voy a ser la madrina de tu boda —respondió Claudia, guiñando un ojo.
Valeria suspiró, pero en el fondo sonrió. Porque al final, no había finales perfectos, ni amores de revista… solo risas, caos, besos robados y una vida compartida que, con todo y sus tropiezos, se sentía perfecta en su imperfección.
Y así, entre galletas, discusiones por la pizza y los consejos innecesarios de Claudia, Valeria supo que había encontrado lo que siempre buscó:
No un amor de película… sino un amor real.