El presente libro surgió a partir de lo que podría considerarse un feliz accidente. El embrión de las siguientes páginas se gestó de manera fortuita cuando intentaba escribir –sin conseguirlo del todo– un libro de cuentos cuyo escenario de fondo resultara ser… el tren.
Confieso una cierta fascinación con ese vehículo, el cual me parece que une el pasado con el presente en cada uno de sus viajes y que ha servido tanto para transportar alimentos y pasajeros como para mover circos y metales, por enunciar sólo unos pocos de sus usos.
El tren también se ha visto manchado, en los momentos más oscuros de nuestra historia, con cargas menos afortunadas; como el transporte de prisioneros o cadáveres secuestrados con la intención de desaparecerlos, o incluso en estos días, cuando una afluencia importante de inmigrantes –hombres, mujeres y niños– provenientes de Centroamérica exponen sus vidas día con día viajando sobre el lomo de La Bestia con la finalidad de alcanzar el Sueño Americano. Para ellos, esos valientes, les deseo buen viaje y la mejor de las venturas siempre.
En algún momento, cuando las historias sobre trenes se me habían terminado y ni de lejos contaba con las suficientes como para llenar un libro de cuentos ocurrió que un día, mientras bebía un café en el restaurante Los Buenos Tiempos, propiedad de Celeste, en el Centro, escuché en una mesa vecina una conversación que llamó mi atención, se trataba de un hombre venido a menos que intentaba granjearse la buena voluntad de otro, que resultó ser un periodista y este último iba a pagar la cuenta, como sucedió después.
Lo que me hizo seguir la conversación no fue otra cosa sino el timbre de la voz del hombre, este dijo: ¿le importaría si pido otro café? La voz de ese hombre provocaba en mi persona una cierta sensación de embrujo que me invitaba a seguir escuchándolo. El Hombre le narraba sus aventuras y desventuras hasta el mismo momento en que se encontraba frente a su interlocutor, y justo cuando estaba a punto de volverme para incluirme en la conversación, el periodista se levantó de súbito y dijo que tenía que irse. Yo permanecí paralizado, escuchando la manera en que se despedían. El periodista, dejando dinero sobre la mesa, salió con prisa; pues debía llegar a su trabajo en el diario y El Hombre le siguió sin darme oportunidad de detenerlo para que continuara contando su historia, ahora en mi mesa.
Desde mi lugar los observé hablar fuera, en la calle, y a pesar de los tranvías que cortaban mi visibilidad en ese momento, pude darme cuenta de que el periodista estaba irritado, pues la prisa lo estaba consumiendo y despidió sin más al Hombre, que permaneció de pie a la mitad de la calle, con los brazos cayendo a sus costados en señal de abatimiento.
En ese momento salí en su búsqueda, pero algo extraño sucedió en ese instante. No estaba ahí. En un parpadeo El Hombre había desaparecido. Debo decir que recorrí las calles de arriba abajo para encontrarlo, sin embargo, mis esfuerzos resultaron infructuosos a pesar de que menos de un minuto antes El Hombre había estado frente a mis ojos. Por fortuna tengo buena memoria y mantuve en mis pensamientos toda la conversación que ambos sostuvieron.
Un par de años transcurrieron desde entonces. La Era De La Sospecha y la Posverdad estaba en su apogeo –o la Época Del Recelo, como le han nombrado algunos historiadores, aunque el nombre es lo de menos cuando se habla de un tiempo como el nuestro–. Los gobernantes hablaban con aves y vacas, alguno de ellos introducía su miembro en el hocico de un cerdo muerto y unos más se infiltraban como nunca en la privacidad de sus gobernados, mientras las naciones estaban trabadas en una tensa calma que equivalía a un cielo nublado sobre nosotros, amenazando con desplomarse en cualquier momento.
Yo por fin había concluido mi libro de cuentos sobre trenes, el cual estaba próximo a aparecer en las librerías. Mientras eso ocurría me dedicaba a dar largas caminatas por las calles de la ciudad a distintas horas del día. Caminaba despacio, prestando atención no tanto a los rostros de las personas con quienes cruzaba como al timbre de su voz. Incluso, con el menor de los pretextos, detenía a algunas personas para hacerlas hablar sin ningún éxito. Han adivinado; deseaba encontrar al hombre del café.
Y, llegado el momento, lo hice.
Y resultó ser de la manera menos esperada.
Tropecé con El Hombre cuando salía furioso del taller del Maestro Ciego. Había acudido al taller para hacerse un busto de su persona y, por lo que supe, no había quedado satisfecho con el resultado. Aproveché la oportunidad y salí a toda prisa tras sus pasos guardando una prudente distancia para asegurarme esta vez de no perder su rastro. Aguardé a que se tranquilizara y entonces me aproximé a él. Ahí estaba su voz. La misma que yo escuchara dos años atrás, intacta y maravillosa. Había tenido mucha suerte por poder escucharla nuevamente.
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Editado: 12.09.2018