Clouds

2.Red Flags

Recuerdo estar frente al espejo del baño, en una estancia inmensa decorada con muebles revestidos de cristal y baldosas negras de lujo. La luz blanca de los fluorescentes se dispersaba en cada superficie, multiplicándose en destellos hasta hacerme sentir dentro de un cuarzo gigante. Podía diferenciar cada poro de mi piel y ver cada ángulo de la sala reflejado en aquel espejo interminable.

Me inclinaba hacia adelante, intentando trazar la línea del eyeliner con la mayor la precisión posible, cuando él se acercó por detrás y posó una mano en mi cintura.

-Estás impresionante -susurró, con los ojos muy abiertos, antes de besarme en la sien-. Mis padres se van a sentir muy orgullosos cuando te conozcan.

Ese día estaba de muy buen humor. Apenas me había contestado mal en todo el día. Supuse que se debía a que lo había acompañado hasta el pueblo donde vivían sus padres y, quizá por eso, había querido gastar tanto dinero en aquella habitación de lujo. Más tarde terminaría averiguando que se trataba de simple sumisión hacia unos padres autoritarios y maltratadores, me di cuenta de que su "calma" era posible gracias a la influencia de ese trauma y era la razón por la que mantuvo un perfil bajo durante toda la visita.

-Mi madre dice que ya están abajo, en el restaurante -dijo mientras comprobaba el móvil. Después se colocó la americana y me hizo un gesto con la cabeza desde la puerta para que saliéramos de la habitación.

Yo me puse los zapatos rápidamente y solté la pinza que sujetaba mi cabello, agitándolo hasta darle el volumen que tanto me gustaba.

En el restaurante del hotel todo parecía ir tan bien que fui incapaz de advertir en qué momento había metido la pata durante la cena. Pudo haber sido cuando llevé la contraria a su madre, o tal vez en alguna de mis muecas de desagrado ante los comentarios machistas de su padre, si hubiera prestado más atención me habría dado cuenta de cuantas miradas de ira y asco se dirigían a escondidas entre poses de falsa simpatía.

Lo único que recuerdo con claridad es que no volvió a dirigirme la palabra desde que salimos de ese restaurante hasta que llegamos de vuelta a Madrid, tres días después. Al dejarme en la puerta de casa, se limitó a decir que me llamaría algún día de esa semana, sin mirarme a los ojos. Intenté acercarme para darle un beso, pero siguió con la mirada clavada en el retrovisor, como si yo no estuviera allí.

Al principio pensé que sería una pelea sin importancia. Sin embargo, a finales de esa misma semana, él aún no me había llamado. Yo necesitaba hablar con alguien y quedé con mi mejor amigo Cris en esa terraza mexicana que tanto nos gustaba visitar. Reímos recordando viejas juergas, amigos a los que no veíamos hace tiempo y algunos ex de los que solíamos avergonzarnos, estábamos pasándolo genial hasta que decidí desahogarme y contarle lo sucedido en el viaje.

Su expresión cambió de golpe.

-Lucía, eso es una red flag de toda la vida -dijo, antes de darle un trago a su Coronita y suspirar con preocupación-. Una persona que recurre a ese tipo de castigos psicológicos no es una buena opción para nadie y menos para mí mejor amiga.

Siempre he sido demasiado ingenua y por eso, aquella noche, no me di cuenta de lo evidente: él me había seguido y nos vigilaba desde otra mesa.

Creí que deliraba al ver su rostro ensombrecido por el rencor, los nudillos tensos contra la mesa y el vaso atrapado en su mano, casi quebrándose.

Como una bomba de relojería infiltrada entre la multitud, a punto de estallar. Podría decir que creí estar imaginando cosas al ver que se levantaba justo en el momento en que mi amigo fue al baño. Pero lo cierto es que no fui capaz de reaccionar ni siquiera al confirmar que, efectivamente, había entrado detrás de él. Cris volvió con el labio partido, intentando contener con las manos la sangre que resbalaba por su barbilla.

-Lu, hasta que no dejes a este animal, yo no quiero volver a verte -me dijo

Mi novió, que estaba detrás, lo empujó gritándole que se largara, todo el mundo quedó en silencio mirándonos con desprecio. Cris me observó avergonzado un segundo antes de marcharse llorando y exclamando frases de desaprobación.

Ninguno de los presentes se manifestó cuando me arrastró del brazo hasta el coche y me obligó a entrar de un empujón. Al dejarme en la puerta de casa, me lanzó una advertencia:

-No quiero que vuelvas a verle. Ni a él, ni a nadie.

Entré descalza en casa, con los zapatos en la mano, los lancé contra la pared y me derrumbé en la cama. Lloré hasta el amanecer.

Volví al presente, dejando atrás mis ensoñaciones cuando alguien golpeó la puerta y gritó con desgana:

-¡El almuerzo!

Me acerqué arrastrando la bandeja por el suelo hasta que quedó frente a mí. Era un guiso de garbanzos duros que flotaban en una guesa capa de aceite, desprendía un olor a rancio insoportable, nada propio de una comida recién hecha . Hice una mueca de repulsión. En la bandeja había también un cargador. Con manos temblorosas enchufé el móvil y, apenas encendió, escribí otra frase deseando que , quién quiera que fuera, me volviera a contestar:

"¿Cómo se reconoce el momento exacto en el que el amor se convierte en una prisión?"




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