-Vamos, tú puedes, extiende el brazo-lo extendí.
-Ahora el pomo, sujétalo con fuerza-lo sujeté.
-Ya queda menos, gíralo-y lo giré.
Esa voz dormida dentro de mí había despertado y me guiaba, me llevaba hacia mi libertad.
Salí de la habitación. El aire del pasillo me refrescó la cara, era distinto, casi irreal. Él me miró como si hubiera visto un fantasma.
-¿Dónde vas?-preguntó primero, incrédulo.
-Vuelve dentro-ordenó después, más alto.
Pero yo seguí andando. Un paso, luego otro. Sus palabras caían detrás de mí como piedras que no podían alcanzarme. Temí que se abalanzara, que me agarrara del brazo y me arrojara de nuevo dentro, pero ya no tenía poder sobre mí.
-¡Lucía, ven aquí! ¡Ahora mismo!-
Repetía mi nombre una y otra vez, pero no se movió. Se quedó allí, descompuesto, con esa expresión vacía de quien ve derrumbarse su propio mundo.
Seguí caminando. Al principio me pesaban los pies, después empecé a sentirme más ligera. La salida estaba cerca, aunque me pareciera infinita. No había vuelta atrás.
Cuando crucé aquella enorme entrada vi que alguien me esperaba a pocos metros. Temblaba, pero permanecía firme, como un soldado en su primer día. Dio un paso al frente y me tendió una mano.
-¿Alfa?-pregunté en un susurro.
-Estoy contigo. Aquí mismo-contestó.
Cogí su mano y tiró de mí con suavidad, ayudándome a aligerar los últimos pasos.
En ese instante una luz azul inundó la calle gris, como la de mi móvil en las noches más tristes.
El coche de policía frenó en seco bloqueando la salida de la nave.
Respiré.
Por primera vez en mucho tiempo, respiré.
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Editado: 07.09.2025