Diana.
Sostenía en mi mano la tarjeta del club más exclusivo de la ciudad. Honestamente, diría que de todo el país, y, probablemente, de todo el hemisferio. Era un lugar donde solo unos pocos afortunados, o descaradamente ricos, eran admitidos, aunque nadie sabía con certeza por qué. Todo lo que sabía era que esa invitación, un pequeño rectángulo negro de cartón de seda con inscripción plateada —“Invitación a la Ilusión”— había acabado en mis manos como si fuera una especie de broma de mal gusto del destino.
Le di la vuelta con recelo. En el reverso, con la misma caligrafía pulida, estaba la fecha y la dirección de lo que algunos denominaban, con absoluta pompa, “el evento para los pervertidos” o, en términos más formales, una “celebración de las pasiones”. Pero lo único que pensé al verlo fue que, si algo salía mal, terminaría con historias suficientes para escribir una novela de autoayuda.
El misterio rodeaba al club como una espesa niebla, y aunque nadie salía hablando de él, todos sabían de su existencia. Decían que era como entrar en un catálogo de pecados dignos de la Edad Media, con la diferencia de que aquí los demonios venían vestidos de gala y con máscaras personalizadas. Las instrucciones, además, no tenían desperdicio: cada invitado debía llegar puntualmente, portar una máscara del color de su tarjeta, sumergirse en una noche de “ilusión” y olvidarla después, como si solo hubiera sido un sueño… o una resaca monumental. En resumen, los anfitriones del club también eran poetas.
—¿Estás seguro de que él va a estar allí? —pregunté a mi jefe con una mezcla de intriga y algo parecido a un pánico escénico.
—Su esposa lo asegura. ¿Cómo crees que conseguimos esta invitación? —respondió mi jefe, con esa sonrisa que solo tiene alguien que lleva toda la vida en el negocio de los líos matrimoniales y las trampas bien disimuladas.
—¿Por qué me elegiste a mí? —inquirí, aunque la respuesta era bastante obvia.
En nuestro bufete, especializado en divorcios, yo era, digamos, la más adecuada para el papel de “chica aventurera y de intenciones cuestionables”. El jefe me miró con una expresión entre sarcástica y paternal.
—¿A quién más? ¿A Marisa? —me miró como si acabara de sugerir que él mismo fuera en mi lugar—. Por favor, Marisa no tiene la edad adecuada, y a Valentina su marido no la dejaría ir a este sitio. Pero tú… eres joven, libre y, según dice mi esposa, “pareces atraer el drama como un imán”. Eres perfecta.
Resoplé, divertida, mientras repasaba mentalmente mi armario. Lo más elegante que tenía era un vestido negro de hace dos temporadas y, seamos sinceros, nadie iba a entrar a ese lugar con “look de cóctel recatado”.
—De acuerdo, pero tengo un pequeño problema: no tengo nada que ponerme. ¿Voy en jeans y suéter de rayas?
—Ya lo había previsto, tranquila —dijo, y deslizó un sobre hacia mí—. Aquí tienes dos mil. No es pera un Versace, pero si conseguimos las pruebas, la comisión cubrirá la mitad de tu hipoteca… y probablemente también alguna que otra sesión de terapia.
Suspiré, revisando el contenido del sobre mientras evaluaba los posibles riesgos para mi dignidad y mi sanidad mental. Pero, bueno, como mi amiga Paula diría: “Cualquiera hace locuras por la hipoteca”.
—Está bien —cedí, suspirando por mi cordura—. Pero si algo sale mal…
—No te preocupes —intervino el “genio informático” de la oficina, Vincent, que se estaba tomando esta misión como si fuera una de película—. Te estaré vigilando todo el tiempo. Apenas tengamos lo necesario, podrás salir en cuanto pestañees. Solo oculta bien la cámara en el cabello y, por favor, nada de selfies.
Sonreí, imaginando cómo luciría mi horquilla de cámara oculta: la cúspide de la moda de espías modernos.
—Entendido —respondí, tratando de sonar más decidida de lo que realmente me sentía.
Con el sobre en una mano y la tarjeta en la otra, sentí que estaba firmando mi propio contrato con el diablo, un pacto oscuro que, de ser cierto lo que se rumoreaba, prometía una noche de infinitos secretos. O, en el mejor de los casos, una historia para recordar… o para olvidar.
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Editado: 07.11.2024