Diana.
Era la noche señalada, diez en punto. Frente al espejo, me dediqué una última mirada, cuestionando por enésima vez la sabiduría de lo que estaba a punto de hacer. El vestido negro con tirantes finos abrazaba mi figura, cayendo en delicadas ondas justo hasta las rodillas. Había escogido un diseño elegante, con una abertura modesta en el muslo izquierdo que dejaba ver un toque de encaje oscuro, algo que decía “sofisticada”, aunque por dentro murmuraba “infiltrada”.
Los tacones eran otro tema; no los usaba desde hacía tanto que mis pies ya comenzaban a mandarme señales de “esto te va a costar”. La máscara, a juego con el vestido, cubría la mayor parte de mi rostro, dejando solo los labios al descubierto. Había elegido un rojo vibrante para ellos, una especie de bandera que decía “estoy lista para lo que sea”, aunque sabía que, en el fondo, estaba lejos de sentirme lista para absolutamente nada. Remataba el “look misterioso” con un clip brillante en el cabello, cortesía de Vincent, nuestro “genio informático”. Detrás del brillo discreto de aquel clip se ocultaba una diminuta cámara espía. Nada me hacía sentir más “elegante” que saber que llevaba una cámara en el pelo, como una especie de James Bond… versión femenina.
El teléfono vibró, avisándome que el taxi ya me esperaba. Me miré en el espejo una última vez, tomé aire y me susurré: “Diana, espero que sobrevivas a esta”. Salí de casa y, en el trayecto, el conductor —un chico con un acento extranjero y un perfil como esculpido por los dioses— discutía acaloradamente por el teléfono. Entre el navegador, la conversación y mirarme de reojo por el retrovisor, parecía estar realizando una especie de triatlón en plena noche. Cada vez que su mirada se cruzaba con mi máscara, parecía preguntarse si estaba llevando a una celebridad o a una loca. Decidí no hacer contacto visual; suficiente incómodo era el viaje ya.
Finalmente, llegamos. Al pagar, el taxista me lanzó una última mirada de “espero que no estés haciendo algo de lo que te arrepientas”, pero yo ya tenía suficiente con mis propias dudas. Me dirigí a la dirección indicada y me encontré frente a una puerta de hierro forjado, como la entrada a un castillo de Drácula, solo que sin el lujo de murciélagos volando alrededor. Me quedé mirando el timbre, como si fuera un oráculo que me diría si debía entrar o dar media vuelta. “¿Por qué estás aquí, Diana? ¿Por trabajo… o por pura curiosidad?”
Una vocecita me recordó que hacía ya ocho meses que no tenía una cita decente, y que, con tantas horas en el bufete, mi vida amorosa era una ilusión tan abstracta como este club. “Bien, Diana, ¡qué triste y revelador! Pero, al menos, un contrato de confidencialidad suena más emocionante que otra noche viendo series.” Decidí que era mejor arriesgarse y, con un suspiro, presioné el timbre. “Vamos, Diana, peor que pagar la hipoteca treinta años no puede ser”, me murmuré.
La puerta se abrió con un leve chirrido, y un guardia de seguridad —que parecía sacado de un manual de “cómo ser un gorila”— apareció. Me observó de arriba abajo, evaluando si era probable que pudiera correr en tacones de aguja si algo salía mal. Le entregué la tarjeta sin una palabra, y él simplemente asintió, haciéndose a un lado para dejarme entrar.
El club era… una experiencia sensorial. Suelos de mármol oscuro, paredes y techo cubiertos de espejos que reflejaban cada movimiento, mientras luces rojas creaban una atmósfera entre “prohibido” y “qué demonios estoy haciendo aquí”. Al entrar, una recepcionista de sonrisa pulida me deslizó un montón de papeles y un bolígrafo.
—¿Y esto? —pregunté, tratando de sonar como si este tipo de lugar fuera “normal” para mí.
—Acuerdo de confidencialidad —explicó, su sonrisa ampliándose, como si estuviera a punto de reclutarme para una secta. – Es solo formalidad para los invitados.
Pasé rápidamente las hojas, saltando entre cláusulas de silencio absoluto, prohibiciones de quitar la máscara toda la velada, grabar videos y audios (lo que iba a hacer) y un montón de otras condiciones de multa tan severas que cualquier intento de “hablar de más” te podría dejar sin ahorros de por vida. Me quedó claro que “Ilusión” no jugaba con sus secretos.
—Tiene dos opciones —dijo la chica, con tono seductor—. Puede firmar y vivir esta noche como algo inolvidable. O puede irse. Pero piénselo bien… ¿realmente quiere perder la magia de “Ilusión”?
Estaba casi hipnotizada. A decir verdad, ya estaba metida hasta el cuello, y ese impulso por saber qué había detrás de esa sonrisa hizo que mis manos firmaran sin pensarlo mucho. Después de todo, en la lista de malas decisiones, esta apenas contaría.
—Como usted tiene invitación plateada, esta noche le asignamos la habitación siete.
—¿Entonces, no todos los invitados tienen aquí habitación asignada? – pregunté haciendo la tonta.
—Las bebidas y la comida son cortesía de la casa. Puede elegir cualquier compañía, pero nada de intercambiar contactos. Recuerde, lo que pasa aquí, se queda aquí. Buena suerte. —dijo la chica, guardando el contrato.
Suspiré, sintiendo un pequeño cosquilleo de emoción mientras avanzaba. Al cruzar el pasillo hacia el salón principal, el “profesionalismo” empezó a diluirse en una mezcla de nervios y excitación. Al llegar, la escena me dejó sin palabras. Mujeres en trajes que apenas eran más que un susurro de tela, hombres con trajes elegantes, una música envolvente… todo parecía diseñado para perder cualquier rastro de realidad.
El salón era una mezcla de fiesta y película de misterio de serie B, con parejas rozándose al ritmo de la música, mientras los tacones de las chicas se hundían suavemente en la moqueta. Y entonces lo vi: el camarero. Bueno, más bien el pedazo de personaje detrás de la barra, vestido… digamos, con un cinturón de cuero y una enorme hebilla en forma de candado que parecía necesitar de un cerrajero, y una prenda que dejaba muy poco a la imaginación.
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Editado: 20.11.2024