León.
Me hundí en la silla de cuero, sintiendo cómo el whisky caro me calentaba desde dentro mientras observaba las llamas artificiales parpadeando en la pantalla detrás de Steve. Era su toque teatral: una pantalla inmensa que reflejaba en tiempo real la actividad en el club “Ilusión”, su "reino" nocturno, el club en el que se movía como un emperador moderno de las pasiones secretas. Desde esa oficina, Steve podía observar cada rincón del lugar, menos las habitaciones privadas, por supuesto. Las luces tenues, la estricta confidencialidad y las máscaras otorgaban a los asistentes un anonimato absoluto, transformándolos en sombras enigmáticas, dispuestas a explorar sin reservas toda clase de pecados.
A Steve le encantaba ser ese espectador omnisciente, ese “gran observador”, y supongo que por eso se le ocurrió abrir el club: para ponerle un marco teatral a los secretos que la gente sólo se atreve a vivir a medias en el mundo real.
—¿Otra “novia” en casa de tu padre? —dijo Steve, con una sonrisa burlona mientras levantaba su copa hacia las llamas de la pantalla, que parecían reflejarse en sus ojos.
Suspiré, sintiendo el peso de la situación con mi padre caer una vez más sobre mis hombros.
—Sí, otra más. Está obsesionado con casarme, y esta vez parece que va en serio. Desde su derrame, está convencido de que se le acaba el tiempo y quiere dejarlo todo “en orden”: nietos, matrimonio, y que me haga cargo del bufete como si el apremio fuera una solución.
Steve soltó una carcajada de esas que mostraban lo poco que le importaba el concepto de familia tradicional.
—Bueno, León, ya no tienes veinte años. Incluso yo estoy considerando asentar la cabeza —añadió con una seriedad inesperada, como si de repente la charla tuviera un peso que ninguno de los dos esperaba.
Mis ojos se abrieron de par en par, y casi me atraganté con el whisky.
—¿Perdona? —exclamé, convencido de que había oído mal.
Steve mantuvo su mirada fija en mí, seguro de lo que decía, como si la luz de las llamas en la pantalla detrás de él le diera una certeza teatral.
—Hablo en serio. Irene es especial.
—¿Irene...? ¿La actriz? —me eché a reír, sin poder contenerme—. Vaya, Steve, pensaba que eras arriesgado, pero esto es ridículo. ¿Después de tres meses? Vamos, esta aventura tuya parece más un guion de película barata.
Steve no retrocedió. Por el contrario, me lanzó una mirada que combinaba el reflejo de las llamas en la pantalla con una seriedad que rara vez le veía.
—León, ¿de verdad piensas que todo se reduce al dinero? —preguntó, echando un vistazo significativo a la pantalla, donde las sombras y luces de “Ilusión” danzaban como un escenario de teatro oscuro—. ¿De verdad crees que no hay lugar para los sentimientos reales, puros?
Lo observé, incrédulo, como si de repente hubiera perdido la cabeza.
—Escucha, Rain —dije, manteniendo la voz lo más fría posible—. Cuando decidiste dejar la empresa de tu padre y abrir este club, lo entendí. Aunque muchos te llamaron loco, vi que tenías un plan, y sabía que podrías convertirlo en algo grande. Pero el matrimonio… Si quieres reducir tus activos a la mitad, mejor dónalos a la caridad o alguna ONG y sigue disfrutando de las mujeres como antes. No necesitas casarte para complicarte la vida.
Steve me observaba en silencio, bebiendo a pequeños sorbos, con el ceño fruncido. Sabía que mis palabras lo molestaban, pero ¿de verdad creía que esa actriz había caído locamente enamorada de él sin ver el peso de su cuenta bancaria?
—Siempre fuiste un calculador, León. Todo en tu vida, desde los negocios hasta el sexo, lo reduces a un juego de ganancias y pérdidas —murmuró, con un leve toque de resentimiento en la voz.
—Porque el amor es una farsa —respondí sin rodeos—. Esa ilusión es para los que no tienen nada que perder. Los ricos tenemos que acostumbrarnos a ver la vida como es: los sentimientos se compran, y cuanto más tienes, más atractivos te vuelves para los demás.
Steve negó con la cabeza, frustrado.
—Eres un idiota, León. Hablas así porque tienes miedo de abrirte y arriesgarte a que te hagan daño. Prefieres tener el control de todo antes que sentir algo real.
Sentí cómo la molestia crecía dentro de mí. No había venido aquí a que mi mejor amigo me sermoneara sobre lo que significa “vivir”. Para eso, ya tenía suficiente con mi padre y sus sermones constantes.
—Haz lo que quieras, Rain. —Me levanté de la silla y me dirigí a la puerta—. Si algún día te das cuenta de lo absurdo que es todo esto, llámame. Sabes que, si necesitas ayuda para salir del lío en el que te quieres meterte de cabeza, puedes contar conmigo.
Steve dejó su copa en la mesa y sonrió, ahora con su habitual toque irónico, mientras las sombras del club seguían parpadeando en la pantalla tras de él.
—Claro, amigo. Pero no olvides ponerte la máscara, no vaya a ser que alguien vea lo que hay detrás de esa fachada —dijo, extendiéndome una máscara negra.
Le arrebaté la máscara de sus manos, me di la vuelta y salí, con la esperanza de que la noche me ofreciera algo más que una charla filosófica.
Bajé al club con la máscara en la cara, dispuesto a perderme en el caos sofisticado que Steve había construido con tanto esmero. Las luces tenues y la música suave parecían envolver el lugar en una promesa de secretos susurrados. Pero, al pasar junto a la escalera de caracol, algo captó mi atención: una chica sentada sola en la barra, sin ningún acompañante a la vista. No era solo su soledad lo que llamaba la atención, sino su falta de interés en lo que pasaba a su alrededor. Vestida sin los habituales destellos provocativos que parecían uniformar a las mujeres en este lugar, proyectaba un aura extrañamente impenetrable, casi ajena a la atmósfera del club.
Ella parecía mucho más interesada en charlar con Ron, el barman, quien claramente no estaba en su radar de conquistas. Era una escena rara en este lugar, donde la gente venía más a entregarse al olvido que a observarlo.
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Editado: 20.11.2024