Diana.
Bajaba las escaleras con una sonrisa de triunfo, sintiéndome como una espía que acaba de completar la misión. No pensaba que todo saliera tan fácilmente. Pero entonces, de la nada, unos brazos fuertes y firmes se cerraron alrededor de mi cintura, levantándome y llevándome de vuelta hacia las alturas de esas interminables escaleras. Intenté resistirme, pero con esos tacones, la idea de pelear y caer rodando no me resultaba tentadora.
—¿Qué crees que estás haciendo? —siseé, con toda la indignación que pude reunir mientras intentaba liberarme.
—No, la pregunta es, ¿qué crees tú que estás haciendo? —dijo el hombre, y reconocí al instante la voz grave del tipo de la mandíbula cincelada—. Parece que olvidaste las reglas, o, peor aún, pensaste que podrías traerte algo prohibido al club.
El pánico comenzó a circular en mis venas, mezclado con la adrenalina. ¿Se había dado cuenta de la cámara oculta? Mi cerebro trabajaba a mil revoluciones, buscando cómo justificarme, y sólo se me ocurrió hacerme la despistada.
—No sé de qué hablas —respondí, esforzándome en mantener la calma y el tono de inocencia, como si no fuera obvio que el vestido era lo único inocente que tenía en este lugar.
—¿En serio? —me miró fijamente, como quien observa un rompecabezas desafiante—. ¿Cuál es tu habitación asignada?
Sin pensarlo, respondí:
—La siete.
Él me llevó directo a la puerta número siete, y con una actitud que dejaba poco espacio para negociar, dijo:
—Ábrela.
Intenté mantener la compostura y poner cara de ofendida.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —Mi voz era desafiante, pero en realidad no estaba dispuesta a jugarme el tipo de noche a golpes y empujones.
—Ábrela —repitió sin ceder, y con una paciencia que solo podía indicar que había manejado a personas mucho más difíciles que yo.
No tenía sentido discutir, así que saqué la tarjeta de la recepción y abrí la puerta. Él me empujó al interior y cerró la puerta detrás de nosotros, luego se giró y me lanzó una sonrisa que envió un escalofrío por mi columna. En ese momento, las luces tenues y los espejos en la habitación parecían un escenario, y yo acababa de convertirme en la actriz principal de una función inesperada.
Después de la avalancha de adrenalina, mi corazón latía a un ritmo tan intenso que mi cuerpo entero sentía cada pulso. Las luces rojas y el reflejo de mi silueta en los espejos me daban un aspecto que no reconocía, uno que parecía hecho para encajar en esa oscuridad embriagante que nos rodeaba.
—Quítate la ropa. Lentamente —ordenó, dando un paso hacia atrás y sentándose en el borde de la cama, observándome con una sonrisa que mezclaba desafío y tentación—. Pero las medias… déjalas puestas.
Me quedé quieta, con la mezcla de nervios y desafío haciéndome sentir como si estuviera suspendida entre la adrenalina del miedo y algo más tentador, y, de forma inconsciente, me encontré respondiendo a su orden. Deslicé los tirantes del vestido y, al acercarme, balanceé suavemente las caderas. Sentí sus dedos recorrer mi columna mientras el vestido caía al suelo, y en ese momento ni yo misma sabía si sentía miedo o deseo.
Entonces, recordé la horquilla con la cámara y entendí claramente. Este hombre no sabía nada sobre mi misión, sin embargo, yo me estaba quedando atrapada en su pervertido juego. Podría haberlo golpeado, pateado, hacer cualquier cosa, pero, por alguna razón que no alcanzaba a entender, no quise hacerlo. Me quité la horquilla y la dejé caer debajo de la cama, esperando que Vincent no tuviera demasiadas preguntas después de esto.
—¿Qué tan inolvidable será mi noche? —susurré, acercándome y rozando sus labios con mi aliento. La frescura de su aroma me envolvió, y mi piel reaccionó al instante.
—Tanto tú como yo soñaremos con esto durante muchas noches después —murmuró, y, en un movimiento rápido, me acercó más a él, apretando mis caderas.
Giré la cabeza hacia el espejo, y la visión que vi no parecía ser yo. Allí estaba una mujer de piel pálida, acentuada por el negro de las medias y la máscara. Todo en la escena hablaba de secretos y peligro, hasta el tatuaje de trébol en mi muslo que había sido una elección impulsiva de hace años y que ahora me miraba desde el espejo, recordándome que, a veces, lo imprudente tiene su propio encanto. Parecía una puta cara en una casa de placer cerrada hace trescientos años. De repente quise convertirme en una puta esa noche. Convertirme en su juguete, su propiedad.
Había algo en su voz, notas roncas y profundas que prometían cosas imposibles de decir en voz alta, y que resonaban como un eco en mi interior. Cada palabra que pronunciaba parecía envolverme en una red invisible, su lenguaje corporal hablaba un idioma en el que el deseo era el único verbo, y sus ojos, fijos en mí, brillaban como si estuviera mirando a una reina.
Detrás de la puerta marcada como “Ilusión”, en este cuarto saturado de luces y sombras, yo ya no era la mujer con la despensa vacía y el congelador lleno de cenas para microondas; tampoco era la abogada implacable que, con frialdad quirúrgica, desentrañaba las mentiras de parejas en medio de divorcios. Fuera de esas paredes, en mi otro mundo, me percibían como una arpía, una mujer de hielo, la perra a la que los hombres temen y detestan. Pero aquí, en este instante, mis medias y mi máscara eran mi armadura, y el hombre frente a mí, un brutal macho alfa de mandíbula cincelada, me observaba con evidente deseo de poseerme.
Él, con su porte dominante, estaba ahora casi babeando, incapaz de ocultar su adoración y deseo. Aquí, en este refugio de los secretos, era capaz de despertar en mi todo lo que la sociedad intentaba dormitar, un deseo crudo, una atracción casi primitiva. De repente, la burla del nombre de este club parecía adecuada: aquí era otra versión de mí, una que no debía explicación a nadie y que podía dominar sin esfuerzo el juego que, fuera de estas paredes, siempre tenía que controlar.
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Editado: 03.12.2024