León.
Sentado en mi oficina en el piso veinte, rodeado por ventanales que daban vista a la ciudad en pleno despertar, giraba el bolígrafo entre mis dedos mientras una especie de desasosiego me envolvía. La vista que usualmente me inspiraba una tranquila satisfacción —las calles repletas, la arquitectura que se desplegaba como un tablero de conquista frente a mí— hoy se sentía monótona, gris, como un lienzo desenfocado. No lograba dejar de pensar en la chica que había conocido hace unos días en el club de Steve, esa enigmática figura que parecía haber escapado de un cuento oscuro y robó mi tranquilidad.
Cada vez que cerraba los ojos, su imagen volvía con una nitidez incómoda: su figura elegante y frágil, el vestido negro sin adornos, los labios carnosos, la mirada que, aún tras la máscara, dejaba entrever una calidez inquietante. Era una mujer auténtica en medio de un ambiente prefabricado, donde cada persona, cada gesto, parecía calculado hasta el último detalle. Ella, en cambio, irradiaba una naturalidad cautivadora, una autenticidad que resonaba como un eco persistente en mis pensamientos.
"Vamos, recupérate, León", me reprendí en silencio, tratando de sacudirme esa repentina inclinación hacia el ensueño. “¿Qué te pasa? Puedes tener a cualquier mujer con solo desearlo, ¿y te quedas pensando en una desconocida del club de Steve?” Intenté reírme de mí mismo, pero no era fácil. Mi vida estaba rodeada de todo menos de naturalidad: mujeres plásticas, socialités huecas y hombres de negocios con la moral quebrada. Pero ella, ella era otra cosa.
Me recosté en la silla y tomé un sorbo del café que se había enfriado sin que me diera cuenta. Era tiempo de volver a la realidad y dejar de lado las ilusiones. Mi trabajo me esperaba, y en ese mundo no había espacio para el romanticismo. Con una agenda cargada de reuniones, litigios y estrategias legales, lo último que necesitaba era perderme en pensamientos fugaces.
En ese momento, el teléfono interrumpió mis divagaciones, trayéndome de vuelta. Era mi padre.
—León, necesito pedirte un favor —dijo sin los acostumbrados saludos.
—¿Dime de qué se trata? - Pregunté, sin ocultar mi disgusto, preparándome mentalmente para otra ronda de insistencias. Sabía que mi padre estaba por soltarme, por enésima vez, esa “idea maravillosa” de que conociera a la hija de su antiguo amigo, alguien a quien había encontrado "casualmente" en una consulta médica. Vamos, que entre chequeos de colesterol y charlas sobre dolores articulares, mi padre había decidido que nuestra unión era una especie de misión divina. Según él, era una oportunidad única, casi una señal del destino.
—Lorenzo Claude, un viejo cliente mío, - respondió mi padre. - Está en medio de un divorcio complicado con su esposa. Pensaba que podría manejarlo solo, pero tu madre tiene otros planes para mí. Así que revisa el caso y mira qué se puede hacer para ayudarlo.
—Bien —respondí, con un tono que intentaba mostrarme indiferente—. ¿Quién es el abogado de la esposa?
—Una tal Diana Fontaine. Trabaja para los Virchow.
El nombre de la abogada me sonaba vagamente, pero Rudolf Virchow era un abogado más astuto de la competencia, famoso por su habilidad para retorcer la ley en favor de sus clientes, aunque nunca había tenido la oportunidad de enfrentarme a él en los tribunales. Aquello sería un desafío, un duelo en toda regla.
—Perfecto, ahora mismo lo miro —respondí, sintiendo una leve alegría, que no se trataba de nueva “novia”.
Me quedé mirando el expediente de este caso, y el rastro de mi reciente distracción, esos recuerdos fugaces y cálidos, se desvaneció al instante. Volvía al terreno donde me sentía en control: el mundo de las batallas legales, donde cada movimiento se calculaba y cada palabra tenía peso. Este espacio era mi zona segura, un lugar donde yo marcaba las reglas y no había cabida para sorpresas. Aquí, los oponentes no llevaban máscaras ni existían las sutilezas de la atracción; solo argumentos sólidos, tácticas claras y una línea de meta en cada caso.
Observé la fotografía de Lorenzo Claude. Tenía ese aspecto que se adquiere cuando los excesos de la vida empiezan a pasarte factura en cincuenta años y la mitad de tu cuerpo pide a gritos un gimnasio. Junto a él estaba Mónica Lebski, una modelo de veinticinco años que había elegido como esposa, casi con el mismo entusiasmo con el que eliges un coche de lujo: con un contrato de arrendamiento. La feliz "unión" —si así podía llamarse— duró dos años.
Por suerte, mi padre había sido quien redactó el contrato prenupcial, así que Claude estaba cubierto por todos lados... o casi. Al parecer, el buen Lorenzo pensaba que su idilio conyugal sería eterno o que, en el peor de los casos, la vejez le bajaría las revoluciones. Pero incluyó una cláusula sobre "daño moral" en caso de infidelidad, una joya tan abierta a interpretación que en las manos de un abogado astuto podría resultar en un monto tan “elevado” que cualquier casanova terminaría tirándose de los pelos... y de los bolsillos.
El problema fue que Lorenzo, a sus cincuenta y pocos, tenía más energía de la que había previsto. Apenas un año después del matrimonio, sucumbió a los encantos de una nueva secretaria, aún más joven y sugerente que su esposa, olvidando que Mónica, en su rol de esposa ofendida, tenía una herramienta valiosa: la cláusula de infidelidad. Y aquí es donde nosotros, la mejor firma en pleitos de divorcio, entrábamos en escena.
Mi padre, en un alarde de celo profesional y, quizá, por puro entretenimiento, acepto este caso perdido y puso a mujer de Claude bajo vigilancia. Descubrieron que Mónica, quien primero mostró a su marido las fotos provocativas con la secretaria y había intentado llegar a un acuerdo amistoso por una suma "razonable" de un millón y medio. Pero al no tener éxito, pasó al plan B. Recurrió al conductor de Claude, quien, encantado de participar, le consiguió fotografías y videos. Sin embargo, como en todo buen culebrón, ella misma cayó en una aventura con su confidente, dilapidando los "fondos conyugales" con su nuevo amante.
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Editado: 20.11.2024