Diana.
El dueño de nuestro despacho de abogados entró a mi oficina sin siquiera tocar la puerta. Era un hombre con porte y experiencia, de esos que parecían llevar consigo el peso y la impunidad de toda la firma. Su voz resonó, directa y sin preámbulos.
—¡Diana! ¿Has revisado los papeles de Claude?
Estaba acostumbrada a su estilo brusco, así que apenas le dirigí una mirada. En lugar de contestar, me recosté en la silla y tomé un sorbo de café.
—Estoy en eso —respondí, dejando claro que el control del ritmo lo tenía yo. Abrí la computadora portátil y me dispuse a revisar el expediente en pantalla.
—Acelera —dijo, visiblemente impaciente—. Mónica llega a las doce para una consulta secundaria.
Y, sin esperar más, desapareció por la puerta, dejándome con la pantalla y los documentos de Mónica Claude, nacida Mónica Lebski.
Mónica Lebski, provenía de algún país inestable de Europa del Este y había llegado hasta aquí con el mismo sueño de muchas otras jóvenes modelos: hacerse un nombre, quizá encontrar estabilidad en medio de un mundo que ofrecía poco de eso. Parecía que la suerte le había sonreído cuando se cruzó con Lorenzo Claude, un millonario local que, al verla, había decidido convertirla en su esposa. Pero, claro, la "suerte" tenía sus condiciones.
El contrato matrimonial entre Mónica y Claude era una verdadera joya del cálculo legal. A pesar de los términos aparentemente protectores para él, Mónica había demostrado tener sus propias cartas. Sabía que su esposo, con todo su dinero, también tenía ciertas debilidades. No era solo su predisposición a caer ante mujeres jóvenes, sino también su desmesurada codicia, tan intensa que llegaba a ser casi absurda. Él la había tentado con la vida de lujo, pero le había dejado claro que, en caso de separación, todo quedaba en términos… limitados.
Así, el primer año de matrimonio fue un ejercicio de paciencia para ella, tolerando los caprichos y ausencias de Claude. Fue entonces cuando Mónica se acercó a su chofer y guardaespaldas, el tipo que día a día veía a Claude en sus momentos más privados. Su habilidad para manejar la situación me resultó interesante; desplegó sus encantos, lo suficiente para convencer al joven de su intención amorosa. Él, con una mezcla de lealtad y atracción hacia Mónica, accedió a colaborar. Las primeras fotos llegaron rápido: capturas de Lorenzo en situaciones comprometedoras, el tipo de pruebas que podrían inclinar la balanza en el divorcio.
Sin embargo, algo se torció. Mónica, quien había conseguido al chofer como aliado, también comenzó a verlo con otros ojos. Y, como pude deducir al revisar el expediente, Lorenzo Claude no era precisamente alguien fácil de presionar. Él contrató a otro veterano de la estrategia legal: Leonardo Marchand, su antiguo abogado, para que monitoreara a Mónica.
Fue entonces cuando todo cambió. El conductor que inicialmente estaba de su lado se convirtió en el mejor aliado de Lorenzo, y, en lugar de fotos de Lorenzo, ahora lo que llegaba, era material comprometedor sobre Mónica. Un video, en concreto, en el que la joven esposa se veía envuelta en una escena que se podría llamarse provocativa. El plan de Mónica se estaba volviendo en su contra, y Lorenzo, junto con su abogado, probablemente se estaban frotando las manos.
Cuando Mónica se dio cuenta de que su plan había dado un giro inesperado. Ahora era su marido quien pedía el divorcio, dispuesto a dejarla solo con lo que había traído. Fue entonces cuando acudió a mí, Diana Fontaine, decidida a conseguir lo que creía merecer. La única forma de ganar este caso era demostrar que Lorenzo era un pervertido de manual, una prueba contundente que podía inclinar el fallo a su favor. Así que terminé en el club “Ilusión”, lista para recoger la evidencia que podría salvar su causa.
De repente, las imágenes de aquel desconocido y nuestra noche intensa y desbordante de pasión volvieron a invadir mi mente. ¡Dios mío, qué hombre! Durante casi dos semanas, había revivido esos momentos mágicos por las noches, como si el recuerdo se resistiera a desvanecerse.
Suspiré y tomé otro sorbo de café, tratando de dispersar esos recuerdos innecesarios y centrarme en mis próximos pasos.
Lorenzo Claude era astuto, y Marchand no era alguien fácil de burlar. Este caso estaba más cargado de giros y manipulaciones de lo que cualquiera se podría imaginar.
Pude sentir una pequeña sonrisa formándose en mis labios. Sabía que, con una estrategia sólida, podíamos girar el tablero, incluso cuando Lorenzo tenía en su poder aquella grabación. Me levanté, revisando el reloj. Mónica llegaría pronto para discutir los detalles.
Imprimí el archivo que acababa de recibir, me estiré en la silla y, con satisfacción, me sumergí en el material que habíamos conseguido con tanto esfuerzo. Todo parecía ir viento en popa: tenía un informe excelente, fotos comprometedoras... y, por lo visto, la otra parte del conflicto también tenía en sus manos un expediente igual de detallado.
—Rosa, ¿tenemos información sobre a quién acudió Lorenzo Claude? —pregunté, interrumpida por la llamada de mi secretaria.
Rosa, toda una institución en nuestra oficina, era una mujer menuda y robusta, de voz firme y manos rápidas. Meticulosa hasta el último papel, llevaba quince años en el bufete de Virchow y conocía los rincones oscuros de nuestra profesión mejor que muchos de los jóvenes abogados.
—¿A Marchand? —aclaré, medio en broma.
—Sí, pero no al viejo zorro, sino al hijo —respondió sin inmutarse.
Nunca me crucé con León en los tribunales, y eso, en realidad, tenía su razón de ser. Pero con su padre, Leonardo Marchand, la historia era diferente. Era un tiburón del derecho, un maldito maestro del juego sucio, de esos que luchan por cada victoria con uñas, dientes… y prótesis, porque el tiempo no perdona ni a los más astutos. La última vez que me enfrenté a él, terminé con una derrota que me dejó un mal sabor. Ahora, sin embargo, tenía la oportunidad de cobrarme aquella deuda… aunque esta vez, con su hijo.
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Editado: 20.11.2024