Club "Ilusión"

Capítulo 9. El almuerzo de negocios.

Diana.

¡Veinte minutos tarde! ¡Maldito sea ese retraso! Entré en el restaurante intentando mantener la compostura, aunque la cara roja y la espalda empapada bajo la chaqueta no ayudaban. Claro, era junio, y yo llegaba al borde del colapso, porque hubiera corrido un maratón en traje de oficina.

Intentando recomponerme, rápidamente me alisé el cabello y me acerqué a la mesa, usando la técnica de “caminar como si no hubiera pasado nada” (aunque todos sabíamos que sí había pasado algo) con la espalda recta y la nariz bien en alto. Ahí estaba él, León Marchand, esperándome con esa mirada que podía derretir hasta el mármol. Se levantó con calma para recibirme.

—Discúlpeme la tardanza, señor Marchand — con la dignidad que pude reunir me disculpé de alguien que llega puntualmente, —. Un idiota decidió pararse frente a mí y ponerse a jugar con el teléfono y luego ocupó el único sitio libre del aparcamiento. Tuve que aparcar a casi un kilómetro de aquí y llegar corriendo.

—No hay problema, señorita Fontaine… Ya sabe, verano, turistas… —respondió con la calma de quien nunca ha experimentado una gota de sudor fuera del gimnasio. En su traje impecable y su expresión impasible, León Marchand era el retrato de la perfección inalcanzable: ni una arruga, ni un pelo fuera de lugar. Y, para colmo, con la elegancia de un caballero de otro siglo, se inclinó ligeramente y me acercó la silla.

—Pero solo tengo quince minutos, así que deberíamos acelerar.

¡Vaya sutileza! La indirecta me dio en pleno orgullo. Por supuesto, el comentario dolía aún más al venir de este pomposo pavo real. En persona, era aún más atractivo… y mil veces más arrogante que en sus fotos. ¿Cómo podía existir alguien tan insultantemente guapo y tan monstruosamente altivo al mismo tiempo?

—Un capuchino con caramelo salado, por favor —le dije al camarero que se acercó a tomar nota.

—¿Algún postre? Tenemos un brownie con salsa de frambuesa y un pastel de pera con helado.

—No, gracias. Solo café —rechacé, mirando con envidia el jugoso bistec con verduras que tenía Marchand en su plato. Mi estómago sólo llevaba un sándwich de queso y dos tazas de café desde el desayuno, por eso las tripas me susurraba palabras de protesta que yo trataba de ignorar. Aunque tenía miedo que pronto iban a gritar como en una huelga general.

—Hemos revisado su declaración y, como imaginará, estamos en completo desacuerdo —empezó León, masticando con una calma provocadora mientras cortaba la carne—. Mi cliente, el señor Claude, ha sido engañado por Mónica Lebski, así que, según el contrato, ella no tiene derecho a pedir nada.

—Perfecto, pero su cliente fue el primero en ser infiel, lo que afectó la autoestima de mi clienta de manera irremediable. ¿Que buscó consuelo en otro hombre? Claro, estaba buscando seguridad y afecto —repliqué, mientras sacaba una carpeta y esparcía algunas fotos sobre la mesa—. Mire las fechas, señor Marchand. Su cliente empezó a engañar a mi clienta mucho antes de que ella cometiera ese desliz. Por lo tanto, insistimos en el pago de una indemnización por daño moral.

Para añadir énfasis, incluí una copia del contrato nupcial con una cláusula resaltada y un cálculo de la suma solicitada.

—Podríamos resolver esto sin necesidad de un juicio. Al fin y al cabo, con un acuerdo pacífico, las cosas siempre quedan más… limpias. Pero claro, los millonarios siempre prefieren el método “exprimir hasta la última gota”. – añadí con todo el aplomo de una abogada y la media sonrisa de alguien que se sabía en lo correcto

—Interesantes fotografías —dijo Marchand, examinándolas—. Debo reconocer que se ven casi profesionales. Y sí, supo captar mucho sentimiento… Las nuestras, en comparación, dejan bastante que desear.

Con la tranquilidad se limpió la boca y me pasó un sobre lleno de pruebas de la infidelidad de Mónica: unas fotos tomadas en el interior de un coche, donde apenas se distinguía la cara del amante, pero el rostro de Mónica era inconfundible. Lástima para nosotros, las fotos no incluían fechas en la esquina.

—Puede ser, pero las nuestras pruebas también incluyen un video —contesté, y saqué el teléfono para reproducir el video grabado en el club “Ilusión,” —Contamos con un video en el que su cliente, en un establecimiento de reputación más que cuestionable, se divierte en compañía de dos rubias… digamos, de gusto refinado. No es precisamente la imagen de un marido ejemplar, ¿verdad? Parece que tiene una debilidad por ciertas compañías y pocas intenciones de mantener una vida conyugal ejemplar.

León miró el video con la misma atención que pondría un cirujano en una operación delicada, pero su expresión impenetrable no dejaba entrever ni un ápice de sorpresa o incomodidad. Era como si estuviera viendo el pronóstico del tiempo, indiferente. Finalmente, tras unos segundos de silencio que parecieron una eternidad, me pidió una copia del video.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo —respondí de inmediato, con una sonrisa profesional que disimulaba mi satisfacción. Había esperado esa pregunta, y también estaba lista para negárselo.

—Bueno, creo que nuestros quince minutos se han terminado —dijo al final, mirando su reloj. Sacó un par de billetes, los dejó junto a su plato vacío y añadió—: El café corre por mi cuenta.

—¿Cuándo tomará una decisión? —le pregunté, levantándome también de la mesa con una mirada de resignación al capuchino delicioso casi sin tocar. Mi estómago gritaba por algo grasoso y muy poco saludable, quizás una visita rápida a Burger King.

—Le daremos una respuesta en un par de días —dijo mientras recogía mis documentos con un toque de desdén y se dirigía a la salida.

No tuve más remedio que seguirlo, y mis ojos, muy a mi pesar, se quedaron fijos en su espalda ancha y en el contorno perfecto que dejaba su chaqueta ajustada. Y sí, también en la parte inferior, en cómo se marcaba ese trasero, metido en un pantalón tan bien cortado que parecía hecho con planos de ingeniería. Caminando detrás de él, mi mente, traicionera, decidió que era un buen momento para revivir aquellos detalles de mi amante desconocido: el recuerdo de ese culete de ensueño, con esos dos hoyuelos tentadores justo encima del coxis... Claro, como si fuera el momento adecuado para tal nostalgia.




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