León.
A última hora de la tarde, justo cuando estaba saliendo de la montaña interminable de papeles, Steve finalmente me llamó. Después de seis reuniones con clientes y revisar ocho casos para el tribunal, cinco de ellos de divorcio, estaba agotado. Maridos engañados, esposas traicionadas… la misma historia de siempre. Mi cabeza ya daba vueltas, los ojos ardían y la espalda era un bloque de dolor.
—Hola, amigo. Al final descubrí algo —dijo Steve al otro lado de la línea—. Pero esto no es para hablarlo por teléfono. ¿Nos vemos en el club?
—No, mañana tengo audiencia a las doce —respondí mientras guardaba los documentos en el maletín—. Quiero salir de casa directo al juzgado, sin pasar por la oficina.
—Perfecto. Entonces yo me paso por tu casa.
Colgué el teléfono y me fui con la intención de darme una ducha rápida y caer en la cama, pero al abrir la puerta y ver a Steve ya en el umbral, me di cuenta de que el descanso iba a tener que esperar. Su expresión era seria, nada que ver con su actitud despreocupada habitual. Ahí supe que lo que tenía que decir no iba a gustarme.
—¿Tienes el nombre? —pregunté, sin rodeos.
Steve asintió y, sin perder tiempo, sacó una carpeta del abrigo y la dejó sobre mi mesa.
—Aquí está la lista de reservas de esa noche —dijo, pero sus ojos ya lanzaban una advertencia—. León, la habitación que mencionaste, el número siete... estaba reservada para Mónica Claude.
Lo miré en silencio, tratando de procesarlo.
—¿Mónica Lebski? —repetí, sin entender del todo.
Steve asintió, fijando la mirada en la carpeta como si temiera que fuese a explotar.
—No, Mónica Claude. Le mandamos la invitación casi a última hora —explicó—. Dijo que quería hacerle una sorpresa a su marido.
—Vaya sorpresa que resultó ser —murmuré, pasándome una mano por el pelo. – Mónica Lebski es la mujer de Lorenzo Claude y se están divorciando.
Sentí un golpe directo, como si alguien me hubiera sacado el aire. Mónica Lebski… Mi mente giraba, uniendo piezas de un rompecabezas, recordando cada instante de aquella noche, que ahora cobraba un sentido mucho más oscuro y calculado.
Steve intentó justificar la situación.
—No sabíamos que estaban en proceso de divorcio. A veces los clientes vienen en pareja para, ya sabes… avivar la chispa.
Me quedé callado, y de pronto me escuché decir, casi sin pensar:
—¡Maldita sea, Steve! Parece, que me acosté con la esposa de mi cliente.
Con rapidez fui a mi habitación, abrí el armario y saqué la famosa "caja de los recuerdos". Sí, lo sé, suena a cliché, pero tenía esa caja donde guardaba pequeñas cosas de las chicas con las que había pasado tiempo en "Ilusión". Y no, para que quede claro, no soy un cleptómano ni robaba a las chicas que a veces trabajaban por horas en el club de Steve. De hecho, intentaba evitar cualquier relación íntima con ellas. Siempre buscaba a las clientas cuyas habitaciones estuvieran reservadas, una señal inequívoca de que tenían dinero de sobra y que la desaparición de alguna “chuchería” pasaría totalmente desapercibida. Para mí, cada objeto era un pequeño trofeo, un recordatorio de momentos compartidos.
Por ejemplo, aquella vez, después de una noche inolvidable con la desconocida, encontré su horquilla debajo de la cama por la mañana. Me pareció el souvenir perfecto y lo guardé sin pensarlo dos veces. Pero esta vez, mientras la sacaba de la caja, algo en ella me hizo detenerme.
—¡Maldita sea! —exclamé, sorprendido e indignado al mismo tiempo. La furia y la incredulidad me golpearon de lleno. ¿Cómo no lo había notado antes?
Steve, que había estado observando desde la puerta, dio un salto y se apresuró hacia mí, alarmado por mi reacción.
—¿Qué pasa? —preguntó, visiblemente tenso.
Sin apartar la vista de la horquilla, se la extendí casi como si quemara entre mis dedos.
—¡Esta perra llevaba una cámara! —dije, señalando el pequeño dispositivo oculto en el accesorio. Mi voz estaba cargada de furia e incredulidad, mientras el peso de mi error me golpeaba. —¡Soy un maldito idiota por no darme cuenta antes!
Steve tomó la horquilla, inspeccionándola con el ceño fruncido. El silencio en la habitación se tornó pesado, roto únicamente por mi propio gruñido de frustración.
Todo este caso acababa de volverse un laberinto. Esa mujer no solo había tenido una noche conmigo, sino que, al parecer, cada minuto había sido calculado. Era un juego, una estrategia en la que yo había sido una pieza sin darme cuenta.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Steve, como si me diera tiempo para procesar la bomba que acababa de soltar.
—Yo, nada —dije, con una decisión fría—. Pero tú sí. Vas a demandarla por violar las normas del club. ¿Tiene su firma en el acuerdo de confidencialidad?
—Sí —asintió Steve, comprendiendo la jugada.
De algún modo, ese contrato podía ser nuestra primera defensa. Tal vez, con esto, recuperaríamos algo del control en un juego que ella creía tener ganado.
Sin perder ni un segundo, me senté en el escritorio y redacté una querella en nombre de Steve. No tenía tiempo que perder, así que me puse en automático. Los términos legales fluían con precisión, como si cada palabra ya estuviera grabada en mi cabeza después de tantos casos. Al fin y al cabo, esto ya no era solo un favor por Steve; era, en cierta forma, una estrategia de defensa propia.
"Que la señora Mónica Claude incumplió de forma deliberada el acuerdo de confidencialidad…" Comencé con fuerza, dejando claro que ella había violado las condiciones de privacidad y exclusividad del club. Añadí que la transgresión comprometía la reputación de un establecimiento con normas estrictas, diseñado precisamente para clientes de alto perfil que buscaban discreción. Y, finalmente, remarqué los daños potenciales, tanto en imagen como en relaciones comerciales, a los que ahora estaba expuesto Steve y su negocio.
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Editado: 03.12.2024