León.
Mónica me observó, notando mi desconcierto.
—Yo no pienso pagar nada —dijo ella, con una voz que intentaba sonar firme—. Yo no estuve en el club esa noche. Tengo testigos.
—Esto no le ayudará, señora Claude. Recibió una invitación que incluía todas explicaciones sobre sus responsabilidades como visitante del club —dije, mientras sacaba del maletín el documento que confirmaba tanto la entrega de la invitación como el acuerdo de Confidencialidad firmado.
—¡Esa no es mi firma! —protestó ella, alzando el documento y mirándolo con furia.
—Es posible que no haya estado en el club esa noche y que esta no sea su firma —respondí con calma, anticipándome a este giro desde que no vi el tatuaje en su muslo—, pero la invitación estaba a su nombre. Eso le hace responsable de infringir las normas al pasarla a un tercero.
Mónica soltó una exclamación de exasperación y apretó los puños, sus ojos destilando desafío.
—¡No voy a pagar nada! —gritó, como si se negara a aceptar que el juego había dado la vuelta.
Me permití una sonrisa leve, guardando de nuevo los documentos en mi maletín, mientras la miraba con la misma serenidad de quien tiene el último as en la mano.
—Eso, querida Mónica, está por verse. En caso de que no pague el importe, se procederá a la ejecución forzosa. Los detalles son sencillos: el artículo 989.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal remite a las normas de la Ley de Enjuiciamiento Civil —le respondí con la compostura que pude reunir—. Aunque, ya que estamos aquí, podríamos llegar a un acuerdo si tiene la amabilidad de decirme a quién se le entregó la dichosa invitación.
Mónica parpadeó, desconcertada, con los ojos entrecerrados mientras se tomaba un segundo más del necesario para procesar mi propuesta. Su mirada se desplazó del documento que sostenía a mi cara, como si tratara de evaluar mis intenciones. Finalmente, entrecerró los ojos y ladeó la cabeza, adoptando un aire que pretendía ser despreocupada, aunque no lo conseguía del todo.
—¿Un acuerdo? —respondió, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. ¿qué está dispuesto a ofrecerme a cambio de esa información?
Mi paciencia estaba a punto de alcanzar su límite, pero logré mantener la serenidad.
—Creo que le ofrezco lo suficiente al no proceder de inmediato con el requerimiento judicial, donde Usted perderá fácilmente —contesté, mirándola con seriedad—. El acuerdo es simple: usted me dice a quién fue entregada esa invitación, y tal vez usted se libra de pagar esta multa.
El silencio se alargó un segundo más hasta que Mónica soltó un suspiro, esta vez más pesado, como si finalmente aceptara lo inevitable. Se enderezó, mirándome con una mezcla de molestia y resignación.
—Está bien —dijo al fin, cruzándose de brazos—. Le di la invitación a Virchow. Pero no sé a quien encargó el papel de espía.
La confesión cayó como un ladrillo en mi mente, hundiéndome con el peso de sus implicaciones. Virchow, el jefe de la abogada de Mónica. Esto tenía toda la pinta de ser mucho más que un simple "descuido".
—No me mires así —protestó, arrugando el ceño—. Solo quería que espiaran a Lorenzo, como hizo tu padre conmigo.
—Magnífica idea —respondí, dejando que mi tono cortante hiciera el trabajo—. La estrategia perfecta para arruinar a Lorenzo y a ti misma de un solo golpe.
Ella me lanzó una mirada agria y luego, como si un dique se rompiera, soltó:
—Sabes perfectamente que mi marido me engañó con esa... secretaria. Yo confiaba en él; me prometió un papel en una película, me prometió la alfombra roja, me prometió enseñarme el mundo… y en lugar de eso, ¿qué hizo? ¡Se acostó con la primera que encontró! ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Aguantar?
—Sí —respondí sin pestañear, aunque sabía la trama de la secretaria—. No me digas que te enamoraste de Lorenzo hasta las trancas. Te casaste con él por su dinero y la influencia. Sabias que era un mujeriego empedernido. ¿o esperabas que un hombre de cincuenta años cambiara de repente solo por tus ojos bonitos?
—¡Sí, lo esperaba! —exclamó ella con indignación.
—Entonces eres una idiota —dije, riendo y mirando a otro lado—. Si estuviera en tu lugar, le daría rienda suelta a sus tonterías, no montaría ningún escándalo, y ni siquiera pensaría en pedir el divorcio la primera. Simplemente viviría como una reina, gastando su dinero y divirtiéndome con el chofer.
Mónica me lanzó una mirada que mezclaba desconcierto y frustración, como si de pronto le hablara en otro idioma. Su silencio decía más que cualquier respuesta. Era una tonta perdida y, ahora más que nunca, entendí las ganas de Lorenzo Claude liberarse de ella.
Me di la vuelta y me dirigí a la salida, sintiendo el alivio de dejar atrás a esa… ingenua ambiciosa. Al menos en el tribunal me esperaba alguien con más luces. Ahora, por fin, las piezas estaban en su lugar: sabía quién o mejor dicho por qué orden, cómo y por qué había tramado aquel video. Virchow seguramente no perdería la oportunidad de utilizar esa “evidencia” en el juicio, pero ahora tenía una ventaja clara. Podría demostrar que la misma Mónica había urdido la escena y había violado las normas del club, solo para tener algo con qué chantajear a su marido.
Y aunque Fontaine tenía algo de razón en una cosa Fontaine: Lorenzo fue el primero en ponerle los cuernos a su esposa, y por esa estupidez le tocaría pagar. Pero si Mónica creía que se iba a llevar una fortuna por sus dramas de telenovela, estaba muy equivocada. Mi trabajo ahora sería asegurarme de que esta tonta ambiciosa recibiera solo lo justo, y ni un centavo más.
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Editado: 20.11.2024