Diana.
—Dime, ¿dónde estás ahora? —la voz de Sandra resonó en el teléfono con ese tono entre urgente y derrotado que sólo reservaba para sus dramas más profundos.
Sandra y yo habíamos compartido de todo en la universidad: noches en vela descifrando el Código Civil, temblores previos a los exámenes, escapadas a clubes nocturnos, e incluso una agotadora pasantía con el insufrible Robinson. Sin embargo, Sandra, amante de las cámaras y el brillo, decidió que las leyes no eran su vocación y se fue a trabajar en medios, ocupándose de recursos humanos. Pero, aunque tomamos caminos distintos, nos manteníamos en contacto y nos veíamos religiosamente una vez por semana. En el fondo, Sandra era, probablemente, mi única amiga real.
—Estoy en la oficina —le respondí—. Mañana tengo mi primera audiencia en el caso de divorcio de Claude, así que quería repasar algunos detalles.
—Trabajar tanto es malísimo para el cutis —replicó con una risa amarga—. Ven conmigo al bar, necesitamos algo fuerte para despejarnos.
—¿Un martes? Eso es socialmente incorrecto, Sandra —protesté, aunque percibía una urgencia inusual en su voz.
—Necesito un hombro para llorar, ¿vendrás? —su voz era bajó, casi rota.
—¿Qué pasó?
—Boris me dejó —sollozó.
Eso sí que era una sorpresa. Sandra, a diferencia de mí, parecía tener más suerte en el amor: mientras mis relaciones se desintegraban después de cuatro citas y una noche, Sandra llevaba cinco años con Boris. No estaban casados, pero vivían juntos y, al menos en teoría, parecían felices. Así que dejé todo y fui hacia el bar.
—No sabes la escena, Diana —sollozaba Sandra entre tragos de tequila—. Últimamente, Boris andaba extraño, misterioso. Ayer apareció en mi trabajo y me invitó a almorzar. Era raro, porque nunca parecía en mi trabajo. Yo, inocente de mí, pensé que era para pedir mi mano. ¡Hasta pidió mi comida favorita y champán rosado! Lo que me gusta mucho. ¿Recuerdas? Estaba convencida de que en cualquier momento me traigan un plato grande con campana y allí estaría un anillo. Como en las películas. ¡Tonta de mí! —Sandra dejó caer su frente sobre la mesa, como para dramatizar el desastre.
—¿Y entonces? ¿Qué dijo?
—Dijo que estaba cansado de vivir con "un hombre en falda" y que se iba con una chica "hogareña, tranquila, a quien no cuesta hacerle la cena cada día, plancharle las camisas y la que no gasta todo el sueldo en ropa de marca." ¡Después de cinco años!
—Pero, ¿y el sexo? —murmuré, medio en serio—. Un hombre no se acuesta con una mujer, se supone que la... la...
Estuve a punto de decir "ama," pero la palabra se me atragantó como un mal trago. Vamos, que los seres humanos son capaces de muchas cosas, especialmente los hombres.
—Ah, esa fue la joya de la corona —bufó, levantando la vista con una sonrisa rota—. Me dijo que tener sexo conmigo era como encender una mecha, pero que eso no era suficiente para una vida en pareja. ¡Imbécil! Me dejó sintiéndome como una puta cara, pero sin valor real como mujer.
—¿Y qué hiciste?
—Recordé que soy "un hombre en falda" y le rompí la nariz. Sabes que tengo buen gancho de derecha. —Sandra sacudió el puño con orgullo—. Boris gritó como una niña y amenazó con demandarme. Todo el personal del restaurante estaba en chok. ¡pero ya no me importaba! Regresé a casa, tiré sus cosas por la puerta y cambié las cerraduras.
—¡Bien hecho! —le apreté las manos, animándola—. Eso es tener dignidad.
—Sí… pero aun así me siento fatal, Diana. El apartamento vacío me mata, el silencio, la cama fría… No sé cómo seguir adelante.
—Eres fuerte, Sandra. Puedes con esto. —Intenté reconfortarla, frotándole los dedos—. Ya verás, muchas mujeres sobreviven a cosas así, y terminan encontrando alguien mejor.
Sandra suspiró, pero pronto su mirada comenzó a vagar por la barra y le vi un brillo particular en los ojos.
—Hay dos chicos guapos mirándonos desde la barra. Dicen que clavo saca otro clavo, ¿no?
No traté de disuadirla; con Sandra, eso era perder el tiempo. En cambio, decidí acompañarla para mantener las cosas bajo control y asegurarme de que mi amiga no cometiera una locura de la que pudiera arrepentirse.
—¿Podemos acompañarlas? —preguntó uno de ellos, acercándose con una sonrisa segura—. Yo soy Arthur, y él es León…
Al levantar la vista, me encontré con la sonrisa descarada de León Marchand. En pie junto a él, Arthur, rubio y de ojos verdes, se alisaba el pelo como si esperara que su encanto fuera de inmediato evidente. León, por su parte, lucía impecable, como si acabara de salir de una sesión de fotos, con esa sonrisa de quien sabe exactamente cómo hacerte hervir la sangre.
Sandra perdía la cabeza por los Apolos rubios, especialmente si eran altos, con cuerpos tonificados y unos rizos estratégicos cayendo sobre la frente, como ese Arthur, que parecía sacado de un comité de dioses griegos.
—Con mucho gusto —dijo ella, iluminándose como un árbol de Navidad, aunque intentaba disimularlo con una risa estúpida—. Soy Alexandra, y esta es mi amiga…
—Señorita Fontaine —León me interrumpió con perfecta sincronización, inclinándose ante mí y dejando un toque ingrávido de sus labios en mi mano, como si en lugar de un bar estuviéramos en un maldito baile de época—. Encantado de verla otra vez.
Yo apenas pude contener el entusiasmo. ¡Cómo no iba a estar encantada de este encuentro! Él, fresco como una lechuga, impecable y con ese aire de "recién salido del spa de lujo", mientras yo estaba en la categoría de "desaliñada total": exhausta de preparar expedientes, con los ojos rojos y la expresión de alguien que acababa de sobrevivir a un par de cócteles demasiado generosos.
—¡Oh! ¿Se conocen? —Sandra aplaudió, eufórica.
—Sí, —admití, intentando mantener la compostura—. León Marchand, abogado de la parte contraria en el caso de divorcio que llevo. Lo cual significa que, por incompatibilidad de intereses, no puede unirse a nuestra velada. Ley 273, parte 1, artículo 10.
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Editado: 20.11.2024