León.
—¡León, amigo, necesito tu ayuda urgentemente! —exclamó Arthur, irrumpiendo en mi oficina como si le estuvieran persiguiendo.
Al verlo tan alarmado, quedé perplejo. Arthur siempre había sido la imagen de la calma, hasta en situaciones difíciles. Incluso en el funeral de su padre, hace unos seis meses, él había mantenido una sonrisa de agradecimiento a la vida, con su estilo de aceptar cualquier cosa como parte del destino. Era un hombre práctico y alegre, que llevaba con facilidad las riendas de su negocio familiar desde que las heredó. Así que esta reacción solo significaba que el problema era grave.
—¿Qué ayuda necesitas? —pregunté, asumiendo que sería algo de negocios.
Arthur sacó un papel doblado de su bolsillo y me lo extendió, como si fuera una prueba condenatoria.
—Lee —dijo con cara de tragedia griega.
Desdoblé el papel y leí en voz alta:
—Querido hijo, sé que mis días están contados. Eres un hombre del que estoy orgulloso y debes continuar el legado de nuestros antepasados, quienes siempre amaron el cielo… - Levanté la vista, dudando en seguir leyendo el tono tan personal de la carta.
—No, no te detengas, lee la parte de abajo —insistió Arthur, señalando con un dedo tembloroso el último párrafo.
"Quiero que comprendas una cláusula importante en el testamento: tendrás el control de la empresa, pero solo si te casas y tienes un hijo antes de cumplir treinta y ocho años. Si para entonces no tienes esposa e hijo, toda la empresa pasará a manos de Clara, y lo único que conservarás será la escuela de aviación."
Me quedé un momento en silencio.
—Esto es… fuerte.
—¡Esto es cruel! —exclamó Arthur, claramente indignado—. ¿¡Cómo se supone que voy a casarme y tener hijos de la noche a la mañana?!
—Bueno, en realidad, tampoco necesitas tanto tiempo… —empecé a bromear, pero su expresión me hizo reconsiderarlo de inmediato—. ¿Dónde tienes el testamento original?
—En manos de Robinson. León, dime que esto se puede impugnar.
—Me temo que no —respondí, viendo cómo mi primo se desplomaba en una silla, cabizbajo—. Esto es algo serio. Robinson no habría dejado pasar esa cláusula si tu padre no hubiera sido muy claro al respecto. Supongo, que tenía todo esto muy claro.
—¡A Clara no le interesan en absoluto los aviones! Ni siquiera sabría decir dónde está el motor ni para qué sirve —exclamó Arthur, indignado, mientras saltaba de su silla y comenzaba a pasearse frenéticamente por mi oficina—. ¡Va a destrozarlo todo! No es justo… ¡Toda mi vida he soñado con llevar la empresa de la familia! Clara no tiene ni idea de lo que es.
—Te entiendo, y tienes razón en que esto es injusto. Pero tal vez tu padre solo quería asegurarse de que tomaras una decisión importante y… sentaras la cabeza —dije, recordando que mi propio padre solía sugerirme lo mismo, aunque sin tanto dramatismo y ultimátum.
—Pero él mismo se casó con mi madre cuando ya tenía cuarenta años. ¿Por qué yo tengo que hacerlo ya? —refunfuñó Arthur, visiblemente irritado.
—Tal vez porque pensaba que, si empezabas antes, tendrías mejores perspectivas —sonreí, tratando de alivianar la tensión.
—¿Perspectivas? ¿De qué hablas, León?
—Mira, mejor lo hablamos con calma más tarde en el bar de aquí abajo, ¿te parece? A las siete —le dije—. Mañana tengo una audiencia importante y necesito acabar unos documentos. ¿Puedes aguantar hasta entonces?
—Está bien, nos vemos ahí —asintió, y salió de mi oficina.
No es que lo hubiera despachado, pero necesitaba tiempo para asimilar el tema y pensar en una propuesta concreta. Legalmente, su situación no era complicada; lo difícil estaba en la parte personal. Arthur, a sus treinta y seis, parecía diez años más joven y “matrimonio” nunca había sido una palabra de su vocabulario, lo cual, siendo honesto, siempre me había parecido una ventaja. Pero ahora, el testamento de su padre lo empujaba de golpe a un terreno de familia y compromisos, cosas de las que Arthur solía escapar. A mí esto no me sonaba tan raro: mi propio padre también llevaba años lanzándome discursos sobre "asentar cabeza". La diferencia es que, al menos en mi caso, no había amenazas de herencias condicionadas ni hermanas como potenciales herederos.
Arthur, sin embargo, no tenía escapatoria; su padre ya no estaba para negociar, y este ultimátum de herencia no dejaba margen para objeciones.
***
—Escucha, Arthur. Sé que el matrimonio no está en tus planes, ni tampoco en los míos, pero ya sabes cómo son los deseos de los padres… No tenemos muchas opciones. Tal vez podrías considerar una boda ficticia, un acuerdo temporal que cumpla con los requisitos del testamento antes de tu cumpleaños. – dije pidiendo otro vaso de whisky.
—¿Y los hijos, León? ¡No crecen en las plantas y no los traen las cigüeñas como pedido!
—Todavía hay métodos alternativos, como la gestación subrogada… Mira, si lo haces de forma estructurada, no tiene que ser tan complicado. Hay niñeras, internados, métodos para equilibrar esta situación… —me puse pragmático, pero él me interrumpió antes de que pudiera hablar de “cláusulas de crianza externa”.
—¡No, espera! No quiero un hijo como si fuera parte de una ecuación de negocios. Quiero criarlo yo mismo. Y ¿dónde se supone que voy a encontrar a una mujer que quiera participar en semejante locura?
—Bueno, difícil no es… —dije, mirando a nuestro alrededor en el bar donde habíamos bajado a discutir—. Hay mujeres desesperadas por todas partes. Mira, esa pelirroja de ahí, la que está llorando en su tequila. Es obvio que acaba de romper con alguien y está en modo de venganza. Esa es tu chica, Arthur: desesperada, furiosa… todo un paquete.
En ese momento, la pelirroja levantó el vaso y nos lanzó una mirada desafiante.
—Anda, Arthur, sonríele, muestra tus mejores encantos. Pocas veces he visto una candidata más apropiada… aunque si no la miras de cerca, claro.
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Editado: 20.11.2024