Diana.
—¡Estimado tribunal! La posición de mi cliente es clara: Mónica Claude también violó el contrato matrimonial al engañar a su esposo con su propio chofer. Por tanto, no tiene derecho a indemnización por daño moral. Todas las pruebas están debidamente presentadas para su revisión.
León descendió del podio con una seguridad aplastante. Su impecable traje azul oscuro, adornado con un chaleco de finas rayas que daba un toque audaz, parecía casi un uniforme de combate.
Su voz resonaba en la sala con claridad, mientras desgranaba cada evidencia de infidelidad de Mónica con precisión quirúrgica. El juez Grach, conocido por su severidad y una actitud que parecía sacada de otro siglo, o sea poco feminista, asentía con aire pensativo mientras repasaba los documentos.
Claro, tener a Grach como juez no jugaba a nuestro favor. Un hombre de 56 años que nunca se había casado difícilmente entendería los dramas maritales. Si una mujer juez ocupara su lugar, la balanza sería diferente; estos casos suelen ser más llevaderos cuando la empatía está en el estrado. Pero Grach no era de los que regalaban victorias.
Marchand, en su papel de abogado de cabecera de Lorenzo Claude, comenzó su discurso con lágrimas casi visibles en los ojos. Narró, con una teatralidad digna de un Óscar, cómo su cliente había lidiado con la traición: un hombre herido, un alma rota, ahogando su dolor en alcohol y mirando al abismo de su propia existencia. Lo pintó como un mártir, casi como si Lorenzo hubiera inventado la rueda del sufrimiento humano.
—Pobre Lorenzo —pensé con sarcasmo—, y pobre industria cinematográfica, que se perdió a un actorazo en León.
El juez, movido por la hábil retórica, lanzó una mirada aprobatoria hacia León, quien seguía su discurso con el fervor de un pastor evangelista. A cada palabra suya, mi certeza de que habría que apelar crecía. Pero era mi turno, y en este oficio, incluso cuando sabes que el barco se hunde, hay que seguir tocando el violín.
Subí al podio, respiré hondo y comencé con un tono calmado, casi melancólico:
—Señoría, permítame exponer que mi cliente, la señora Mónica Claude, solo buscaba amor y estabilidad. Fue el señor Lorenzo quien, con sus constantes infidelidades, destruyó cualquier esperanza de construir un hogar feliz.
Le dediqué a Marchand una sonrisa dulce, cargada de esa mezcla calculada de ironía y profesionalismo que tanto incomoda. Ajusté mi entonación con precisión, cada palabra medida para resonar en los oídos del juez. Lo miré directamente, asegurándome de que pareciera sinceridad pura mientras desgranaba una narrativa cuidadosamente inventada: el agotamiento nervioso de Mónica, sus sueños frustrados de formar una familia grande y sólida, y cómo había invertido horas interminables trabajando con un psicólogo para intentar salvar el matrimonio.
Qué alivio que Mónica apareciera hoy exactamente como le había sugerido: sin rastro de ese maquillaje excesivo que solía usar, con el cabello recogido en un moño impecable y luciendo un sobrio traje de pantalón que irradiaba seriedad. Sin embargo, había algo que no podía contener, algo que ni siquiera el atuendo más formal lograba disimular: esa expresión desafiante en su rostro. Sus ojos ardían con un brillo de odio mal contenido, como si estuvieran enviando un mensaje a gritos de que estaba aquí contra su voluntad. Parecía que cada fibra de su ser se rebelaba ante la idea de compartir el mismo aire con su marido, y esa mirada se transformaba en un arma de doble filo: intimidante por su intensidad, pero también cargada de un miedo casi palpable, como si luchara contra un enemigo invisible en cada parpadeo.
—Pero luego se dio cuenta de que todo era inútil. Una persona que frecuenta este tipo de clubes —dije, dejando caer el video de “Ilusión” sobre la mesa del juez con un gesto dramático— no está hecha para la vida familiar. Por eso solicitamos una indemnización por daño moral y por los falsos votos pronunciados por Lorenzo Claude en el momento de contraer matrimonio.
—¡Protesto! —León levantó la mano, su tono lleno de una indignación cuidadosamente controlada—. Mi cliente, en ese momento, realmente pensó que Mónica era alguien especial en su vida. Sin embargo, un año después, comprendió que solo se trataba de otra cazafortunas. En cuanto tuvo la oportunidad, exigió el divorcio y una indemnización millonaria.
Su argumento, revestido de una mezcla de lógica y desprecio, arrancó algunas cabezas asintiendo entre el público. León tenía esa habilidad de convertir un desplante en una declaración persuasiva, pero yo ya había preparado mi próximo movimiento.
—Mi clienta creyó en las promesas de Lorenzo. Pensaba formar una familia, tener hijos, pero los repetidos engaños de su marido la obligaron a renunciar a esos sueños.
Mentí descaradamente. Mónica no quería hijos ni en sus peores pesadillas, pero en el arte del litigio, los hechos suelen ser maleables.
El juez, visiblemente cansado, pospuso la audiencia. Al salir de la sala, fuimos hasta los ascensores. Al entrar en el ascensor lleno hasta los topes, nuestros hombros chocaron con brusquedad, y aunque me esforcé por mantener la compostura, el enfado me hizo avanzar con un empujón. León, con su habitual sonrisa impertinente, cedió terreno.
—Vaya, Fontaine, resulta que también tienes dientes —comentó con tono burlón, acorralándome contra la pared metálica.
—Y más afilados que los tuyos, Marchand — repliqué con aparente serenidad, aunque mi pulso traicionaba mis palabras. Coloqué las manos sobre su pecho en un intento de mantener la distancia, aunque el contacto fue lo suficientemente cálido como para despertar una inquietud que no quería reconocer. Mis dedos bajaron y subieron brevemente, buscando apartarlo con un gesto que más bien parecía una torpe caricia. Para disimular, arrugué la nariz con exageración, dejando claro mi disgusto—. Buen discurso allá atrás. Incluso yo, conociendo el historial de Lorenzo, podía imaginarlo con una soga al cuello y el rostro de alguien que ya no tenía ganas de vivir.
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Editado: 20.11.2024