Club "Ilusión"

Capítulo 17. Mi cuerpo pide fiesta.

Diana.

Esa tarde parecía exigir una secuela a gritos, especialmente después del altercado con León y ese maldito beso. “¿Qué demonios le pasó? ¿Acaso su estrategia profesional incluye atacar a todos los abogados contrarios, chupándoles los labios y explorando sus puntos estratégicos? ¿Es un nuevo protocolo legal que no conozco?” Pensé, y la risa me brotó de forma incontrolable, como una loca a medianoche. Pero la diversión se desvaneció rápido: mis mejillas se encendieron como brasas al recordar el incidente, y una punzada, mezcla de vergüenza y deseo, se instaló en mi boca. El muy desgraciado.

¡León Marchand! Ese pavo real arrogante, ese cretino engreído… pero, ¡Dios, qué besador! No era normal. Parecía que se había sacado un doctorado en seducción. Sus movimientos, su manera de acercarse, hasta la forma en que apretaba la mandíbula, todo en él parecía diseñado meticulosamente para desarmar. ¿Acaso practicaba frente al espejo? ¿Se entrenaba en casa con un manual titulado Cómo arruinar a tu rival con un beso perfecto? Por un segundo lo odié con todas mis fuerzas. Y en el siguiente, me pregunté si podría soportar otra embestida suya sin derretirme en el proceso.

Antes de seguir perdiéndome en fantasías inútiles, decidí redirigir mi energía hacia algo más "productivo" y repasé prácticas legales relacionadas con el caso de mañana. A simple vista, parecía pan comido: solo necesitaba asegurarme de que los niños permanecieran con su madre. Una tarea tan rutinaria como pedir un café descafeinado… salvo que la madre no estuviera cumpliendo condena, en rehabilitación o escapándose con un circo itinerante.

Mi clienta era una mujer de apariencia respetable y dignidad intacta (a pesar de soportar una década de matrimonio con un hombre que trataba a los videojuegos y al alcohol como si fueran sus únicos hijos). Después de años de lágrimas y humillaciones, ella merecía con creces la mitad de la fortuna de su ahora ex, una pensión alimenticia decente para los niños y un cronograma que limitara las apariciones del hombre en su vida a niveles soportables, como mucho, una o dos veces por mes.

Mientras leía documentos legales, una idea perturbadora me golpeó como una cubeta de agua helada: ¿realmente quería casarme algún día? Esa pregunta tenía la costumbre de saltarme a la yugular cada vez que visitaba a mis padres. Ellos, con su eterna insistencia y comentarios pasivo-agresivos sobre mi “arroz pasado,” siempre lograban despertar mi duda existencial. Con cada caso que tomaba, mi cinismo no hacía más que crecer, triturando cualquier atisbo de fe en el matrimonio.

Quizá por eso mis relaciones nunca pasaban de una noche. ¿Miedo al compromiso? ¿O tal vez miedo a descubrir que mi príncipe azul era en realidad otro fanático de Candy Crush, con un historial dudoso de chicas en minifaldas y una sinfonía nocturna que haría palidecer a un oso hibernando?

Eso sí, una cosa estaba clara: podía no creer en cuentos de hadas, pero renunciar por completo a la compañía masculina me parecía un sacrificio excesivo. Hay cosas que ni la ensalada griega ni el bacalao gourmet pueden suplir. Llámalo pragmatismo, llámalo instinto de supervivencia.

Así que llamé a mi amiga Sandra.

—Sandra, ¿tal vez podamos salir esta noche? ¿Sentarnos en algún lugar y cotillear? A la vuelta de la esquina se ha abierto un nuevo bar. Dicen que allí hay tranquilidad y calma, que podemos charlar —sugerí con tono esperanzador—. Y luego podrás quedarte conmigo otra vez a pasar la noche.

Sandra soltó un largo “Ummm...” que podía significar cualquier cosa, desde rechazo hasta una calculadora evaluación de mis necesidades emocionales. Probablemente intentaba negarse, pero, notando mi estado, preguntó:
—¿Te pasó algo?

Decidí ir al grano.
—Estoy en crisis existencial.

—¿¿Tú?? —Sandra resopló como si acabara de escuchar que los cerdos podían volar—. La crisis la tengo yo, porque Boris me dejó. Pero tú…

—Nada... alguien me besó en un baño público.

Hubo un silencio, seguido por una carcajada tan fuerte que casi me dejó sorda.

—¡No me digas que me estás llamando para contarme que alguien te besó en un baño! ¿Es en serio? —Sandra seguía riendo como si acabara de escuchar el chiste del año—. Ni a los catorce eras tan dramática.

—No es alarde, ¡es un problema! Fue León Marchand.

Eso la hizo callar.
—¿El pavo real ese del que siempre te quejas? —Su tono cambió, ahora sonaba completamente intrigada.

—Exactamente.

—¿Y fue un buen beso?

—¿Eso importa?

—Por supuesto que importa. ¿Escalofríos en la espalda, piernas temblando, fuegos artificiales en tu cabeza? ¡Detalles, mujer!

Suspiré, rendida.
—Sí. Fue... un beso perfecto.

Sandra soltó otra carcajada, esta vez más burlona.
—Entonces, cariño, no estás en crisis existencial. Estás atrapada en una comedia romántica de Netflix. ¡Disfruta el drama!

—¿Drama? Estoy trabajando en su contra en un caso de divorcio. Es como si Romeo le prestara a Julieta la cuerda con la que luego se colgaría.

—Uf, qué imagen más sombría —dijo Sandra riendo—. Pero si es tan malo, ¿por qué sigues dándole vueltas?

—Porque no soporto lo bien que lo hace todo. ¿Cómo puede ser tan patán, tan insoportable y, al mismo tiempo, un maestro del beso? Es... antinatural.

—Eso suena más a un problema hormonal que a una crisis existencial. ¿Cuándo te viene el periodo?

Me reí a pesar de mí misma.
—No es mi caso. Entonces, ¿salimos? —insistí.

Sandra suspiró teatralmente.
—Está bien, pero cambiemos la ubicación. A dos cuadras de mi casa hay una discoteca. Es oscura, ruidosa, divertida y la bebida fluye como un río —sugirió con entusiasmo—. Creo que eso te vendrá mejor.

—¿Un sitio oscuro y ruidoso? ¿Es para animarme o para que desaparezca como Batman?

—Un poco de ambas —se río—. Pero créeme, un par de copas y algo de música loca es justo lo que necesitas.




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