Club "Ilusión"

Capítulo 19. La pérdida de autocontrol.

Diana.

El chico que me bloqueó el paso era el epítome de la fiesta en persona: sonrisa amplia pero no sincera, ni buena, camisa entreabierta dejando ver un pecho bronceado y un colgante que parecía sacado de un catálogo de accesorios cliché. En cualquier otra circunstancia, habría rodado los ojos, le diría que le van a cargar en el juzgado por intento de pararme y seguiría mi camino. Pero en ese momento, simplemente intenté apartarme, porque su mano sujetaba la mía con tal fuerza de la que habría esperado de un tipo que parecía haber nacido en un barrio peligroso.

—Lo siento, pero estoy saliendo —dije, intentando sonar firme mientras jalaba mi mano.

Él arqueó una ceja, como si lo que acabara de decir fuera el chiste de la noche.

—¿Salir? —se rio—. Nena, el único lugar al que deberías ir es a la barra conmigo. Vamos, te invito a un trago.

Quería gritarle que no, que solo necesitaba salir de ahí, respirar aire fresco y recuperar mi dignidad. Pero antes de que pudiera hacerlo, sentí una presencia detrás de mí. No necesitaba girarme para saber quién era.

—¿Te molesta este chico, Diana? —La voz de León llegó como un relámpago, fría, peligrosa y, para mi sorpresa, protectora.

El chico me soltó de inmediato, como si León acabara de sacar una placa de policía o, mejor aún, un arma. Sus ojos hicieron un rápido inventario de Marchand, evaluándolo de pies a cabeza. Aunque parecía haber perdido interés en seguir con el juego, su ego no le permitió retirarse sin dejar algún comentario mordaz.

—Solo charlábamos, amigo. Nada que no fuera de buen gusto. —Su sonrisa burlona no hacía más que irritar—. Pero, oye, si es tu chica, deberías cuidarla mejor.

—Eso ya lo estoy haciendo. —La respuesta de León llegó con una frialdad que cortaba como un bisturí. Dio un paso al frente, y en un movimiento fluido, colocó una mano en mi cintura, marcando su territorio con una determinación casi teatral.

El calor de su palma atravesó la delgada tela de mi top, encendiendo mi piel como una chispa. En ese instante, mi mente se quedó en blanco, incapaz de procesar cualquier otra cosa que no fuera el contacto firme y decidido. Por un segundo, me sentí como una pieza de ajedrez que acababa de ser estratégicamente movida, mientras los dos hombres mantenían ese duelo silencioso de testosterona.

El chico levantó las manos en señal de rendición, dando un paso atrás.

Quise aprovechar ese momento para salir corriendo, pero la mano de León seguía en mi cintura, anclándome en el lugar.

—¿Es que atraes a todos los imbéciles de este lugar? —murmuró, inclinándose lo suficiente como para que su voz fuera audible solo para mí.

—¿Y tú? —repliqué, girándome para mirarlo directamente a los ojos—. ¿Qué clase de imbécil te crees que eres?

Su sonrisa se torció en algo entre divertido y peligroso.

—El tipo de imbécil que no te deja sola, aparentemente.

Quise gritarle, empujarlo, hacerle saber que no tenía derecho a seguir jugando conmigo de esa manera. Pero la música seguía retumbando, la multitud nos rodeaba, y su cercanía hacía que el mundo se redujera a él y a mí.

Por mucho que odiara admitirlo, una parte de mí no estaba segura de querer que me soltara. Quizás por eso, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré en su coche, encima de él y sin mi top. ¿Cómo, demonios, había llegado a este punto? No lo sabía, y tampoco estaba segura de querer averiguarlo. Lo único claro era que las cosas estaban a punto de escalar... hasta que un golpe en la ventanilla interrumpió el momento.

Giré la cabeza alarmada y vi al guardia del aparcamiento observándonos con una mezcla de profesionalismo y curiosidad apenas disimulada. Gracias a los cristales tintados del coche de León, la situación no era tan obvia... o al menos eso quería creer.

—¿Todo bien, señor? —preguntó el guardia con tono educado, aunque un tanto sospechoso.

Reaccioné con una rapidez que me sorprendió hasta a mí. Me escabullí del regazo de León y me deslicé al asiento del copiloto, ajustándome el top apresuradamente para cubrir mis pechos desnudos. Mi corazón latía con fuerza, y mi mente procesaba a toda velocidad lo que acababa de ocurrir.

León parpadeó, como si recién estuviera volviendo en sí. Soltó un suspiro bajo, se pasó una mano por el cabello desordenado y bajó la ventanilla apenas unos centímetros, lo justo para enfrentar la situación con su habitual calma imperturbable.

—Sí, todo en orden. Gracias por su vigilancia —respondió con una sonrisa que parecía hecha para desactivar cualquier sospecha. —Ya me voy.

El guardia asintió, aunque no sin lanzar una última mirada evaluadora, y se retiró con paso lento. Yo, mientras tanto, intentaba recuperar mi buen aspecto, mi dignidad y recordar dónde había dejado mi autocontrol.

León esperó a que el guardia se alejara antes de girarse hacia mí con esa sonrisa arrogante que me hacía hervir de rabia y, al mismo tiempo, de algo que no quería analizar.

—Bueno, parece que tenemos un público exigente. ¿Seguimos donde lo dejamos? —preguntó, su tono cargado de diversión.

Mis mejillas ardieron. ¿Cómo podía ser tan desenfadado? Por un instante, quise abofetearlo. O besarle otra vez. O ambas cosas. Pero la realidad cayó como un balde de agua fría: esto estaba mal, muy mal.

¿Por qué, cuando estaba cerca de él, perdía completamente el control, dispuesta a cualquier cosa sin importar las consecuencias? Era como si, en su presencia, me transformara en alguien que no reconocía, como si un demonio interior, hambriento de deseo, se apoderara de mí. Claro, me atraía como hombre, eso era indiscutible. Pero nunca, en mi posición y a mi edad, me habría permitido comportarme así, cruzando líneas que creía infranqueables.

Si esto hubiera sucedido en mi juventud, podría haberlo atribuido a un estallido de hormonas o a la imprudencia de los veinte años. Ahora, no tenía una explicación racional. Mi comportamiento no solo era irracional, sino también profundamente desconcertante. Y eso me aterraba más que cualquier otra cosa.




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