Club "Ilusión"

Capítulo 20. Diana es una bruja.

León.

Debería haberlo visto venir.

Corrí tras ella, solo para encontrarla en brazos de ese pequeño imbécil. El simple hecho de verla en esa escena me encendió de una manera que no sabía explicar. Mi mente iba a mil. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede permitir algo así? Mi cabeza ya estaba dibujando escenarios descabellados: tomar a Diana en mis brazos, subirla a mi coche, llevarla a mi casa y hacer con ella todo lo que mi imaginación era capaz de concebir. Pero cuando mis manos finalmente la tocaron, todo lo planeado se desvaneció, arrasado por algo mucho más primitivo.

Allí, en el coche, mientras nuestros cuerpos se fundían, una sensación tan intensa como familiar se apoderó de mí. Era como si estuviera tocando algo que había esperado demasiado tiempo, algo que siempre había sido mío sin darme cuenta. Mi instinto gritaba, como un animal salvaje liberado después de años enjaulado: no pares, sigue, avanza, más. La urgencia era una mezcla de deseo y necesidad, una carrera sin meta, un bucle eterno que solo prometía empezar otra vez después de un breve descanso.

Y justo cuando estaba a punto de perderme del todo en ella, un golpe seco en la ventanilla me arrancó del trance como un balde de agua fría. La desconexión fue brutal, como si nos hubieran arrebatado el clímax de un festín al que llevábamos horas invitándonos.

Diana reaccionó antes que yo. Salió disparada del coche como si la estuvieran persiguiendo, dejándome allí, con el cuerpo en llamas y ningún lugar donde descargar el incendio. La posibilidad de continuar se evaporó frente a mis ojos, y no tuve más remedio que regresar a casa, frustrado y con un festín mental que terminó en una larga noche de fantasías solitarias y un consuelo que, honestamente, apenas alcanzaba para calmarme.

Toda la noche me atormentaron sus malditos ojos. Ese brillo entrecerrado que mezclaba gratitud, sumisión y una confianza que parecía ilimitada. Era absurdo cómo una simple mirada podía revolverme tanto. Intenté recordar la última vez que una mujer me provocó algo parecido, pero mi mente se quedó en blanco. Ninguna otra había tenido este efecto. Ni siquiera sabía cómo manejar este desastre que yo mismo había desatado.

Diana Fontaine podría destrozarme. Tenía todo el poder para demandarme por acoso, hundir mi reputación y sacarme del caso. Y, sin embargo, hasta ahora, no lo había hecho. ¿Por qué? ¿Estaba esperando el momento adecuado para atacarme o era tan ingenua como aparentaba?

Cuanto más lo pensaba, menos sentido tenía todo. ¿Qué demonios tenía esta mujer? No era una modelo, ni una musa, ni el tipo de chica que solía llamar mi atención. Simple, ordinaria… y, sin embargo, tenía algo que me dejaba sin aire, como si mi cerebro se apagara con solo estar cerca de ella. La electricidad que estallaba al más mínimo contacto con ella no era normal. Era casi... sobrenatural.

Claro, busqué la causa más lógica: falta de sexo. Eso tenía que ser. ¿Cuánto tiempo llevaba sin liberar a mi bestia interior sin restricciones? Seis meses. Seis malditos meses. Había tenido que ser cuidadoso, mantener las apariencias, evitar cualquier desliz que pudiera acabar en los tabloides y darle más munición a mi padre para empujarme al matrimonio.

De repente recordé: Mi última “aventura” había sido hace un mes en “Ilusión”, con una completa desconocida. Allí podría ir con toda la confianza hasta que ese video de Claude lo arruinó todo y Steve tuve que cerrar el lugar temporalmente. Desde entonces, nada. Ni una sola descarga.

Entonces llegó Diana. Era como un catalizador, un detonante que sacaba a la superficie todos los pensamientos más oscuros y lujuriosos que había liberado con aquella chica del club. Y por eso, llegué a una conclusión tan absurda como peligrosa: Diana era esa chica, o una bruja.

Uno podría inclinarse por la primera opción: que Diana fuera la mujer con la que tuve esa noche desenfrenada en “Ilusión”. Después de todo, Mónica mencionó haber entregado la invitación al jefe de Diana.

Automáticamente, mi cerebro empezó a rebobinar las memorias de aquella noche con la misteriosa mujer de la máscara negra. Traté de encajar a Fontaine en ese escenario, pero mi imaginación, por muy fértil que sea, no pudo soportar semejante broma. ¿Diana? ¿La reina del autocontrol, la abogada impecable, metida en ese papel de diosa del sexo desatada? ¡Ni en un universo alternativo!

Ella, con su impecable compostura, nunca podría calzar en aquel encuentro de lujuria sin frenos. La Diana que yo conocía parecía el tipo de persona que, incluso en un beso apasionado, estaría pensando en si debería rellenar un formulario de consentimiento previo. No, su comportamiento era más parecido al de un control remoto con batería baja: cada vez que encendía la chispa, se apagaba y huía antes de que las cosas se pusieran interesantes.

Por eso asumir que la mismísima abogada del caso se prestaría para hacer el trabajo sucio de seguir al acusado en un lugar de tan poca decencia, parecía tan poco probable como considerarla una emisaria de las fuerzas oscuras.

No había otra explicación. Era una espía de las fuerzas del mal. Con solo pensar en ella, mi cuerpo reaccionaba, el deseo se encendía como si alguien hubiera apretado un interruptor. Ni siquiera en mi juventud, con todas mis tormentas hormonales, había experimentado algo así. Si yo fuera un hombre lobo —y Dios sabe que no creo en esas tonterías—, Diana sería mi mate, esa única conexión predestinada. Pero no soy un hombre lobo, y este no es un maldito cuento paranormal.

Así que, ¿qué me estaba pasando? No pedí esto. No lo quería. Lo último que necesitaba era una atracción imposible de controlar hacia una mujer que, para colmo, estaba en el lado opuesto del conflicto. Los casos de divorcio ya eran un pantano lleno de mentiras, rencores y juegos sucios, y ahora yo tenía que sumar mi propia saliva incontrolable al cóctel tóxico.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.