Diana.
—Diana, ¿por qué te escapaste tan rápido de la discoteca ayer? ¿No te gustó o pasó algo? —Sandra lanzó la pregunta como si me estuviera interrogando en un juicio con cuchillo y tenedor en mano. Casi esperaba que sacara un martillo y golpeara la mesa para que confesara.
—¿Te diste cuenta? Pero me pareció que no tenías tiempo para mí, —fingí una mueca exagerada, poniendo mi mejor cara de diva ofendida. Un Oscar, por favor.
—¡Lo siento, Diana! —Sandra levantó las manos en rendición, con un tono tan dramático que parecía que iba a echarse al suelo a suplicarme perdón. —Arthur me invitó a la discoteca esa tarde, pero al escuchar tu voz, no quise negarte la compañía. Decidí combinar negocios con placer, pasar tiempo con un chico genial y llevarte a divertirte.
—No me siento ofendida, tranquila —dije, rindiéndome con una sonrisa. —Y Arthur es realmente genial. ¿Cómo estáis?
Sandra suspiró como si acabara de salir de un comercial de perfumes.
—Todo parece ir tan bien, pero tengo miedo de maldecirlo si lo digo demasiado alto. Hoy me invitó a un restaurante. Diana, él es tan… tan diferente. Nada que ver con Boris. Alegre, sociable, cálido…
—¿Cálido? —Repetí, levantando una ceja, genuinamente sorprendida. No pude evitar compararlo con lo que yo sentía al lado de León. Cálido no era la palabra que usaría para describirlo. No, lo que León provocaba en mí era más parecido a un fuego abrasador, uno capaz de derretir incluso el acero más frío.
—¡Cálido! —repitió, juntando las manos como si estuviera rezando. —A su lado siento una mezcla de calor y tranquilidad, como si lo conociera desde hace años. Boris siempre estaba frío, como si hubiera sido fabricado en una nevera industrial.
—Bueno, me alegro por ti —respondí. —Pero volviendo a tu pregunta, me fui porque… me encontré con León Marchand.
Sandra soltó su tenedor como si acabara de electrocutarse. —¿Marchand? ¿El mismo León, el amigo de Artur?
—El mismo. Y me asusté al sentir que… no sé, me parecía familiar. —Guardé silencio sobre lo ocurrido en el auto de León, porque, bueno, hay cosas que ni la mejor amiga necesita saber.
—¡Pues échale un vistazo más de cerca! ¡Vamos a salir los cuatro! —me sugirió Sandra con un guiño tan obvio que casi necesitaba gafas de sol para protegerme.
—Estamos en lados opuestos del mismo conflicto jurídico —sacudí la cabeza, resignada—. Ya sabes lo que esto significa.
Sandra soltó un bufido, como si estuviera enfrentándose a mi falta de romanticismo con toda la paciencia del mundo.
—El juicio no durará para siempre. Siempre hay posibilidad de relación después.
—Esto no es para nosotros. Ni él ni yo aceptaríamos la derrota. Y empezar algo después de que uno de los dos fracase… bueno, digamos que no sería la base más sólida para una relación.
Sandra ladeó la cabeza como si acabara de descifrar un código secreto.
—¿Y si alguien cede voluntariamente? Podría convencer a su parte del conflicto para firmar un acuerdo. Así nadie pierde.
—¿Yo ceder? —Solté una risa seca. —No. Y dudo que León lo haga tampoco.
Sandra suspiró teatralmente, llevándose una mano al pecho como si la acabara de herir en lo más profundo.
—¡Tan cabezota! Deberías estar en un museo como ejemplo de orgullo profesional.
Sandra era la única persona que conocía el precio que había pagado por mi crecimiento personal y profesional. Sabía que mi relación con mi padre se había fracturado porque me negué a seguir su camino. Él siempre había soñado con verme en la política, navegando por las turbias aguas de los despachos más altos, donde los tratos oscuros y las promesas rotas eran moneda corriente. Pero yo preferí zambullirme en el pantano del derecho común, lidiando con riñas pequeñas y conflictos personales, en lugar de aventurarme en un océano donde nadaban cocodrilos corruptos e hipopótamos codiciosos.
Para él, mi decisión fue un signo de debilidad, una traición a las expectativas que había depositado en mí. Pero para mí, fue una declaración de principios. No quería ser otra pieza en el tablero de ajedrez de su mundo.
—¡¿Un abogado de divorcios?¡ ¿En serio?! —mi padre lo consideró un insulto personal.
Recuerdo como lo dijo, con el mismo tono con el que uno hablaría de alguien que decide vender churros en lugar de heredar una multinacional. Así que, un día, recogí mis cosas, cerré la puerta de mi casa familiar y me embarqué en mi propio camino.
Comencé a trabajar para Virchow, un despacho pequeño pero sólido, especializado en casos que otros consideraban demasiado complicados o demasiado pequeños para merecer atención.
Sandra fue mi apoyo durante ese tiempo. Me ayudo cuando las cosas se pusieron difíciles y tuve que meterme en una hipoteca, cuando las dudas se colaban en mi mente por las noches y me preguntaba si había tomado la decisión correcta. Era mi cómplice, la única que entendía que prefería enfrentarme a un cliente enfurecido que a un político con intereses ocultos. Ella también entendía que mi lucha no era solo profesional, sino también personal: demostrarle a mi padre, y a mí misma, que podía triunfar sin jugar con las reglas de su mundo.
—Perdón, ¿qué quisiste decir cuando dijiste que lo conocías? —preguntó Sandra, distraídamente, mientras apuñalaba los últimos trozos de su ensalada.
—Ah… no lo sé… solo una sensación de déjà vu. —Puse mi mejor cara de neutralidad absoluta, mientras en mi cabeza rezaba un Padrenuestro y un Ave María para que no hiciera demasiadas preguntas.
—¿Déjà vu de qué? —insistió, como una sabuesa olfateando el rastro de algo jugoso.
Tragué saliva y bajé la voz, como si las paredes del restaurante tuvieran oídos.
—Es que… pasé una noche en “Ilusión” —dije, tan bajo que casi sonó como un ladrido nervioso.
Sandra se detuvo en seco, con el tenedor a medio camino. Su expresión pasó de curiosidad casual a pura incredulidad.
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Editado: 22.12.2024