Diana.
Salí del juzgado con una mezcla de emociones enredadas en mi pecho. La propuesta de León seguía retumbando en mi mente. Había dicho que sí, aceptando lo inevitable: ser su amante sin condiciones, una entrega completa a sus términos. Sabía perfectamente en qué me estaba metiendo, y aun así, el eco de mi decisión no dejaba de atormentarme. ¿Había una respuesta correcta? A estas alturas de la vida, superados los treinta, cuando los cuentos de hadas han perdido su brillo y los príncipes azules no son más que sombras en viejas historias, aceptar lo que la vida ofrece parece la única opción sensata.
Pero había algo más rondándome la mente. Tenía que ir a la casa de Mónica Lebski. Necesitaba mirarla directamente a los ojos y exigirle respuestas: ¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar? Sabía que no amaba a su esposo, un hombre que le doblaba la edad y cuya única atracción era el dinero, el estatus, la seguridad. Lo que no lograba comprender era cómo podía planear algo tan frío y calculador apenas un año después de casarse. ¿Acaso la desesperación llegaba tan rápido? Siempre había pensado que el tedio y el cinismo requerían algo más de tiempo para instalarse.
Caminaba absorta, sumergida en aquel caos de pensamientos, mientras el bullicio de la calle apenas rozaba mi consciencia. Las bocinas, los pasos apurados, las conversaciones ajenas eran poco más que un murmullo distante. Fue el zumbido insistente de mi móvil lo que me arrancó de ese ensimismamiento.
—Hola, Diana. ¿Tienes tiempo para un café? Necesito tu consulta urgente.
El tono de su voz era una mezcla de nerviosismo y decisión. Algo en su forma de hablar me inquietó. Sandra nunca sonaba así, a menos que se tratara de algo realmente serio.
—Claro. ¿Dónde estás?
—En el café de siempre. ¿Puedes venir ahora?
Acepté sin dudarlo. Si algo me había enseñado nuestra amistad, era que Sandra no buscaba asesoría legal por asuntos menores. Su mundo, lleno de contratos de imagen y demandas de famosos, era terreno que sabía manejar sola. Si me estaba llamando, era porque este asunto en particular la superaba.
Cuando llegué, la encontré en una mesa del rincón. Su cabello estaba impecable, como siempre, pero sus dedos jugueteaban nerviosos con un bolígrafo mientras un montón de documentos descansaban frente a ella.
—Gracias por venir tan rápido —dijo, levantándose para abrazarme.
—Siempre. ¿Qué pasa?
Con un gesto, empujó un documento hacia mí.
—Arthur me ha propuesto matrimonio.
Casi me atraganto con el café que acababan de servirme.
—¿Arthur? ¿El amigo de León? —repetí, aún intentando procesar sus palabras—. ¿Eso no es... un poco precipitado?
Sandra esbozó una sonrisa cargada de ironía.
—Es un matrimonio de conveniencia —aclaró—. Me lo propuso ayer, y creo que voy a aceptar.
La observé en silencio, esperando que continuara con su explicación, porque, de verdad, no entendía sus motivos. Sandra tenía un trabajo bueno y aunque no era millonaria, tenía una estabilidad económica, a parte siempre había hablado de casarse por amor, de encontrar a alguien con quien construir algo real. Incluso había estado ilusionada con Boris, pero él la dejó, rompiendo sus planes y su confianza en las relaciones.
—¿Por qué quieres aceptar algo así ahora? —pregunté al fin, intentando procesar el giro que había tomado su vida.
—Es práctico, Diana —respondió con una media sonrisa amarga—. Él necesita casarse y tener un hijo antes de los cuarenta para cumplir con las condiciones del testamento de su padre. Yo, por mi parte, necesito dinero para un proyecto que me dé satisfacción y, además, quiero demostrar que no dependo de nadie. Después de lo de Boris, ya no tengo interés en el amor y, sinceramente, callar a mi madre con su discurso de que el tren se me pasa.
Suspiré. Sandra no era una soñadora. Sabía lo que hacía, pero, aun así, esto sonaba demasiado frío, incluso para ella.
—¿Y estás segura? —pregunté, midiendo mis palabras—. ¿De atarte a alguien de esa forma?
—No es tan diferente de lo que muchos llaman un matrimonio normal, solo que el nuestro durará unos cuatro años y sin ataduras emocionales. —Su tono era tan pragmático que me dejó sin palabras por un momento.
No pude evitar notar el paralelismo con mi propia situación con León, aunque preferí no decirlo en voz alta. Para no pensar demasiado, me concentré en el documento. Las cláusulas iniciales eran lo esperado: separación de bienes, pago de un millón por cada año de matrimonio, reglas sobre apariciones públicas conjuntas y la discreción absoluta... hasta que llegué a la cláusula de la custodia.
—Sandra —dije, levantando la vista del contrato, tratando de digerir lo que acababa de leer—, aquí dice que cualquier hijo sería concebido mediante una madre subrogada y que tú no tendrías ningún derecho sobre él.
—Sí, eso es algo en lo que Arthur fue muy claro. —Su tono era despreocupado, como si hablara del clima—. Quiere evitar problemas legales cuando nos divorciemos.
Me quedé atónita. No sabía si era la frialdad de sus palabras o la naturalidad con la que lo decía lo que más me descolocaba.
—¿Y estás de acuerdo con eso? ¿Renunciarías por completo a tus derechos como madre?
Sandra se encogió de hombros con la misma indiferencia de siempre.
—No tengo conexión emocional con la idea de ser madre, Diana. Si esto hace que el acuerdo funcione, estoy dispuesta.
—¿Y si cambias de opinión? ¿O si te encariñas con el niño? —pregunté, tratando de que reflexionara.
Sandra soltó una pequeña risa, cargada de cansancio y algo de cinismo.
—Diana, esto es solo un trato para cuatro años. No voy a encariñarme con algo que ni siquiera quiero.
Su respuesta me dejó sin palabras. Había algo perturbador en la facilidad con la que descartaba la posibilidad de crear un vínculo, pero sobre todo en cómo parecía protegerse tras esa barrera de lógica.
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Editado: 22.12.2024