Diana.
Cuando llegué a la puerta de Mónica, sentí el peso del momento colgando sobre mis hombros. Tenía que confrontarla, y aunque parte de mí sabía que esto podía acabar mal, la otra parte estaba lista para cualquier cosa. O eso quería creer.
Mónica apareció bajando las escaleras hacia la sala de recepción con su elegancia habitual, como si cada movimiento estuviera coreografiado para una cámara invisible. Parecía sentirse como una reina en la casa de su casi exmarido, y, siendo sinceros, era comprensible. Lorenzo, en un intento por no empeorar la ya tensa situación con ella, optó por mudarse a uno de sus apartamentos en el centro. Sin embargo, Mónica ignoraba un pequeño detalle: su castillo de lujo podía desmoronarse y convertirse en un modesto armario en algún rincón de la zona del puerto, si León decidía presentar al juez las pruebas de su conspiración con Lydia.
Pero al verme, su sonrisa controlada titubeó.
—Diana, querida, no esperaba verte tan pronto.
—Tampoco esperaba tener que venir, —respondí con frialdad, pasando junto a ella sin esperar una invitación.
Me dirigí directamente a la sala de estar, donde todo parecía sacado de una revista de diseño, excepto por un par de copas de vino vacías y un plato con restos de algo caro y olvidado. Mónica me siguió, su mirada atenta a cada uno de mis movimientos.
—¿Qué está pasando? —preguntó, con un tono de ligera irritación que trataba de disfrazar con cortesía.
—Necesitamos hablar de Lydia, —dije, enfrentándola.
Su expresión se endureció por un segundo, antes de recuperar su compostura.
—No sé de qué me hablas.
—Deja de mentirme, Mónica, —mi voz se elevó ligeramente, traicionando mi intento de mantenerme tranquila—. Sé que Lydia fue tu amiga antes de casarte con Claude. Sé que la colocaste en su camino para que todo esto... —hice un gesto amplio con las manos, abarcando el lujo que la rodeaba— pudiera suceder.
Mónica se cruzó de brazos y levantó la barbilla, su postura desafiante.
—¿De dónde sacaste eso? ¿Hablaste con Lorenzo? Por supuesto, no puedes confiar en nada de lo que ese hombre dice.
—No desvíes la conversación, —la interrumpí—. Quiero escucharlo de ti.
Durante un momento, pensé que iba a echarme de su casa, pero en lugar de eso, dejó escapar un suspiro pesado y se dejó caer en el sofá.
—¿Y qué si lo hice? —dijo finalmente, su voz cargada de amargura—. ¿Acaso crees que me casé con Claude por amor?
Me quedé en silencio, permitiéndole hablar.
—Yo antes tenía muchas posibilidades como modelo, pero él me prometió una vida de ensueño, Diana. Me dijo que juntos seríamos una pareja perfecta, que con su dinero y mi talento me llevaría a la alfombra roja, que mi nombre brillaría en las luces. —Su voz se quebró ligeramente, pero rápidamente recuperó el control—. ¿Y qué obtuve a cambio?
Se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con frustración.
—Nada. Un castillo de oro en el que me tenía encerrada. No quería compartir mi brillo con el mundo; lo quería todo para él. Ni siquiera era amor, era posesión. Yo era su trofeo, algo que podía presumir en las fiestas, pero que debía permanecer en casa, perfectamente callada y perfecta en todo lo demás.
Por un momento, no vi a la mujer que había contratado mis servicios con un aire altivo. Vi a alguien atrapado, alguien que había puesto todas sus esperanzas en un sueño que nunca llegó.
—Y Lydia… —continuó, su voz suavizándose—. Solo fue una herramienta. ¿No es eso lo que hacen los hombres con nosotras todo el tiempo? Yo simplemente aprendí a jugar el mismo juego.
No pude evitar sentir una punzada de compasión por ella, pero no lo suficiente como para ignorar lo que había hecho.
—Lo siento, Mónica, —dije finalmente—. Pero no puedo seguir trabajando contigo.
Sus ojos se agrandaron ligeramente, como si no hubiera esperado esa respuesta.
—¿Qué? ¿No eras tú quien decía que todos los métodos son válidos para demostrar infidelidades y promiscuidad? —espetó, con una mezcla de incredulidad y enojo.
—Sí, —asentí con firmeza, sin apartar mi mirada de la suya—. Pero una cosa es exponer la verdad a la luz, y otra muy distinta es tender una trampa intencional para que alguien caiga en ella. Esto va más allá de lo que estoy dispuesta a aceptar. No puedo justificar lo que hiciste, ni mucho menos lo que me ocultaste. Mi trabajo es defender a mis clientes, no convertirme en cómplice de sus artimañas.
Mónica abrió la boca para responder, pero la cerró al instante, su mirada cambiando de incredulidad a resignación.
—Eres una mujer inteligente. Si fuiste capaz de casarte con Claude tan rápido, ¿por qué no encontraste una forma de convencerlo para que cumpliera sus promesas? —pregunté, intentando no sonar acusatoria, pero con curiosidad genuina.
—¡Porque nunca quiso escucharme! —exclamó, su voz cargada de frustración. Sus manos temblaban ligeramente mientras hablaba—. En todo un año de matrimonio, solo me llevó una vez al estreno de una obra de teatro. Todos mis intentos de hablarle sobre conseguir un papel en la película que estaba produciendo terminaron siempre igual: “No, nena, no me casé contigo para que todos te miraran el culo” —dijo, imitando la voz de Claude con un gesto teatral que oscilaba entre el sarcasmo y la amargura.
Mónica dejó escapar una risa amarga, una que no tenía ni un rastro de alegría.
—Me trataba como si fuera un adorno para su ego. Bonita para lucirme en las cenas con sus amigos, perfecta para las fotos en revistas, pero Dios me libre de tener sueños o ambiciones propias. —Apretó los labios, y por un instante, su máscara de orgullo se agrietó, dejando ver una mujer herida—. Yo quería algo más, algo que me hiciera sentir viva, algo que demostrara que no era solo “el nuevo juguete de Claude”.
La dejé hablar, mi silencio siendo el único permiso que necesitaba para desahogarse. Detrás de su altivez, era evidente que Mónica no solo estaba decepcionada de Claude, sino de sí misma.
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Editado: 22.12.2024