Club "Ilusión"

Capítulo 26. ¿Qué es amor?

Diana.

El ambiente en la oficina estaba cargado de tensión, cuando regresé de mi encuentro con Mónica. A pesar del aire acondicionado que mantenía el lugar fresco, el peso de mi decisión se sentía como una losa sobre mis hombros. Durante todo el camino de regreso, había estado madurando esa idea, dándole vueltas, mientras una pregunta, casi patética en su simplicidad, seguía rondando mi cabeza: ¿Qué es el amor? ¿Existe realmente en este mundo?

Era una duda que me corroía, especialmente después de ver cómo Mónica y Lorenzo habían reducido su matrimonio a un campo de batalla. Cómo Sandra, despechada, había transformado lo que alguna vez fue amor por Boris en una venganza fría y calculada. Incluso yo, que me consideraba racional y con principios, había aceptado una propuesta que, en el fondo sabía, que era indigna de una mujer que valorara su independencia y dignidad. Entonces, me asaltó una pregunta que no podía ignorar: ¿Para qué la humanidad se empeñó en inventar algo que no existe?

¿El amor? ¿Acaso no era más que una construcción conveniente para justificar lo que, de otro modo, parecería banal o vulgar? ¿Para embellecer las atracciones físicas que nos gobiernan? ¿Para ennoblecer nuestros deseos carnales o disfrazar nuestras ambiciones y planes corruptos? ¿O tal vez era solo un refugio, una excusa para seguir adelante, para sostener nuestras esperanzas inútiles en un mundo que siempre se encarga de desmoronarlas?

Cuanto más lo pensaba, más me parecía que el amor no era más que un espejismo, una herramienta social para enmascarar nuestras carencias, nuestras debilidades. Y, aun así, algo en mi interior —algo molesto y persistente— se negaba a aceptarlo por completo. Era como si una pequeña parte de mí, una parte que no quería admitir que existía, todavía creyera que había algo más. Algo real. Algo que yo, en mi cinismo cuidadosamente cultivado, simplemente no había encontrado. O peor, algo que había rechazado antes de que pudiera tomar forma.

Al cruzar el vestíbulo, esquivé la mirada curiosa de algunos colegas y me dirigí directamente al despacho de Virchow, mi jefe, mentor y, a veces, un recordatorio de la política implacable del mundo legal.

Virchow estaba sentado detrás de su escritorio, revisando un grueso expediente. Cuando levantó la mirada, su ceño se frunció levemente, anticipando que lo que iba a decirle no le gustaría.

—Diana, ¿alguna novedad con el caso Claude? —preguntó sin levantar del todo la vista, moviendo unos papeles con gestos medidos.

Inspiré profundamente. Había repasado cada palabra de mi discurso mentalmente durante el trayecto, pero ahora todo me parecía insuficiente.

—Virchow, quiero retirarme del caso —dije con firmeza.

Su reacción fue inmediata. Dejó los papeles en la mesa, se recostó en su silla y cruzó los brazos, mirándome con una mezcla de incredulidad y reproche.

—¿Retirarte? —repitió, como si no hubiera oído bien—. ¿Estás hablando en serio? Diana, estamos a un mes del juicio. Abandonar ahora sería no solo imprudente, sino una jugada desastrosa para nuestra reputación y para ti misma.

Me mantuve de pie frente a él, enfrentando su mirada con la misma determinación que había practicado tantas veces en la sala de audiencias.

—Sé que es una decisión poco común, pero tengo mis razones. Este caso es una trampa, Virchow. Lorenzo Claude tiene todos los recursos y la documentación a su favor. Por mucho que intentemos probar su infidelidad, Mónica no tiene bases sólidas para enfrentarlo. Además, ella misma no ha sido del todo honesta conmigo. Este juicio está perdido antes de empezar.

Virchow se pasó una mano por la frente, claramente frustrado.

—¿Y eso qué importa? —soltó—. ¡Nos pagan por pelear, no por ganar siempre! Mónica nos contrató para defenderla, y si renuncias ahora, pierdes el pago final. Además, ¿te imaginas lo que dirán los clientes si se corre la voz de que abandonaste un caso tan mediático?

—Prefiero perder el dinero que mi integridad profesional —respondí, con una calma que no sentía realmente.

Virchow me observó en silencio por un momento. Sabía que estaba sopesando sus palabras. Finalmente, suspiró, derrotado.

—Está bien, Diana. Es tu decisión. Pero asume las consecuencias. Terminar el caso era una excelente oportunidad para consolidarte en el despacho, y esto... esto no te va a ayudar.

Asentí, agradeciendo que, al menos, no hubiera insistido más.

—Gracias, señor Virchow. Lo entiendo. —Me di la vuelta para salir, pero él habló antes de que cruzara la puerta.

—Solo recuerda una cosa: en este negocio, abandonar no siempre es una opción. Hoy es Claude, mañana podría ser un cliente mucho más influyente. Piénsalo.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como una advertencia que no podía ignorar. Aunque me negaba a admitirlo, Virchow tenía un punto. Mientras me retiraba de su despacho, mi mente no dejaba de dar vueltas al caso y a lo que había descubierto. Si no fuera por León, jamás habría sabido de la jugada sucia de Mónica y las pruebas que Lorenzo tenía bajo la manga. Pruebas que, para mi sorpresa, podrían inclinar la balanza de manera decisiva en su favor.

Respiré hondo mientras avanzaba por el pasillo hacia mi oficina. No podía evitar sentir que había algo profundamente podrido en todo esto, y no solo por la deshonestidad de ambas partes. Mónica había jugado sus cartas de manera poco ética, y Lorenzo... bueno, Lorenzo era un experto en el arte de manipular las reglas a su conveniencia. El caso estaba viciado desde el principio.

Pero Virchow tenía razón en algo más: abandonar ahora no solo sería un golpe para mi reputación, sino también para mi integridad profesional. Todo estaba demasiado avanzado, y lo único que podía hacer era minimizar los daños. Si el juicio estaba perdido, al menos debía asegurarme de que la narrativa se inclinara hacia Mónica lo suficiente como para salvar algo de su dignidad, aunque fuera a costa de exponer a Lorenzo como el villano que realmente era.




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