León.
Dos semanas. Catorce días de una negación voluntaria que se sintió como un castigo autoimpuesto. Esquivar a Diana Fontaine no era solo una estrategia, sino una tortura continua. Me refugié en el trabajo, enterrándome en mi oficina desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Delegué todas las audiencias intermedias a mis asistentes, evitando cruzarme con ella en los pasillos del tribunal. Mientras tanto, me retorcía en mi propio tormento, como un adicto privado de su dosis diaria.
Por las noches, el whisky se convirtió en mi único aliado. En el primer vaso encontraba calma; en el segundo, algo de claridad; y en el tercero, la embriaguez me permitía pensar sin restricciones. Pasaba horas reconstruyendo mentalmente cada detalle de nuestra última interacción, cada mirada, cada palabra. Estaba borracho de alcohol durante la noche, pero durante el día, mi mente estaba nublada por el deseo que me consumía.
Finalmente, entre la intoxicación y la lucidez que solo el exceso puede traer, entendí una verdad innegable: si Diana no se convertía en mi amante, estaba condenado.
Todo encajó el día de la reunión, donde no pude faltar. Fue suficiente con verla para que todo mi mundo volviera a tambalearse. Como siempre, Fontaine llevaba un traje formal, pero con una blusa descaradamente provocativa, tacones que realzaban sus piernas interminables, y una falda ceñida que abrazaba su figura como una segunda piel. Sus ojos brillaban con ira contenida, y ese maldito moño en su cabello parecía diseñado para hacerme perder la cabeza.
Ella estaba ahí, lista para defender lo indefendible, lista para enfrentarse a cualquiera. Mi leona de patas largas, como había comenzado a llamarla en mis delirios, era una visión de belleza desafiante que me dejaba sin aliento.
Cuando la reunión terminó, éramos apenas unos pocos en la sala. Mi oportunidad estaba ahí, y lo supe instantáneamente. Corrí tras ella con una excusa vacía: unos documentos que necesitaban su firma. Mientras la alcanzaba cerca de la puerta, un aroma fresco, afrutado, casi embriagador, se coló en mis sentidos. Más seductor que cualquier paraíso prometido.
No sé cómo lo logré, pero la convencí. O quizás fue ella quien me permitió creer que tenía el control. Fue un milagro, tan frágil que temía que se desvaneciera si lo analizaba demasiado. Por eso acepté todo sin cuestionarlo, sin ahondar en los detalles. Incluso recurrí a un gesto desesperado, jugando la carta del caballero al revelarle algunos de los oscuros secretos de Mónica para ganarme su confianza. Para mi sorpresa, Diana no dudó ni titubeó al aceptar convertirse en mi amante, pero no sin antes imponer sus condiciones.
Solo puso dos reglas: nada de relaciones paralelas mientras estuviéramos juntos y que nuestros encuentros se llevaran a cabo en un terreno neutral. Sus condiciones, lejos de parecerme restrictivas, me parecieron razonables, incluso lógicas. No importaba si el lugar era mi apartamento o un hotel; lo único que verdaderamente importaba era tenerla conmigo.
Los dos días siguientes fueron un torbellino de emociones. Cambié de hotel tres veces, buscando el lugar perfecto: el primero estaba demasiado alejado del centro, el segundo no era lo suficientemente acogedor, y el tercero carecía de estacionamiento. En lugar de concentrarme en mi trabajo, me sumergí en una anticipación febril por nuestra primera noche juntos.
Cuando finalmente encontré el lugar ideal, un pequeño refugio en medio de la ciudad, sentí que la paz y la satisfacción se asentaban en mi mente… solo para ser destruidas en un instante.
Mi mundo recién ordenado y brillante se desmoronó en cuanto mi padre apareció en mi despacho. Su presencia fue como una avalancha, enterrando todos mis acuerdos y esperanzas bajo los escombros de un malentendido monumental.
La escena con mi padre siempre tenía un aire de comedia involuntaria. Entró en mi despacho con esa expresión de “jefe de la mafia al que nadie se atreve a contradecir”, y se dejó caer en la silla frente a mí como si estuviera a punto de dictarme los términos de mi matrimonio... lo cual, en esencia, era exactamente lo que estaba haciendo.
—Este sábado cenamos con Miguel y su familia. Tu presencia es obligatoria. —Ni siquiera hubo un saludo, solo una sentencia inapelable.
—¿Miguel? ¿Tu amigo diabético? —levanté la vista de los papeles que estaba revisando, sin mucho interés.
—Sí, prometieron traer a su hija. Necesitas mirarla más de cerca.
—¿Para qué? —fruncí el ceño, buscando alguna excusa convincente.
—Es una buena chica, educada, inteligente...
—Entonces, ¿por qué buscan un novio para ella? —dejé caer la pluma sobre el escritorio y me recliné en mi silla, fingiendo interés.
—Porque quieren una pareja respetable... Además, Miguel es juez del estado, miembro del consejo supremo. Y esas conexiones son cruciales para nuestro negocio.
Ah, el romance corporativo. Convertir mi vida amorosa en una simple pieza del engranaje empresarial.
—Todavía no estoy preparado para giros tan radicales, papá. —Intenté sonar tranquilo, aunque la sensación de estar acorralado se volvía más y más palpable. Era como si el aire en el despacho se estuviera volviendo denso, como si me faltara oxígeno.
—Tienes treinta y seis años. —Mi padre golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo que el bolígrafo saltara traicionero al suelo.
—Y tú tienes sesenta y cinco. ¿Por qué no te buscas otro pasatiempo? —repliqué, esforzándome por mantener la compostura.
—¡A esta edad toca pensar en la familia y los herederos! —gruñó, su rostro ahora rojo de indignación.
—Escucha, papá, déjame pensar en esto un par de años más. ¿Cuál es la prisa? —intenté desviar la conversación, mientras mi mente calculaba en silencio cuánto tiempo me tomaría salir corriendo hasta el coche.
—¿Cuál es la prisa? —repitió con una mueca burlona—. Llevo seis años escuchando lo mismo. Quiero ver crecer a mis nietos antes de convertirme en abono para el jardín.
#1362 en Novela romántica
#479 en Otros
#73 en Acción
amor inesperado y deseo, finalfeliz, los abogados enfrentados
Editado: 22.12.2024