Diana.
¡Era él! La vergüenza me golpeó como una ola implacable, abrasadora y cruel. Sentí cómo ese recuerdo venenoso corría por mi sangre, impregnando cada rincón de mi cuerpo, alojándose en mi pecho como un peso insoportable. Mi corazón latía frenético, y la presión detrás de mis costillas se volvió casi dolorosa. De repente, me resultó imposible sostener la mirada de León. El miedo a encontrar en sus ojos condena, desprecio o, peor aún, lástima, me desbordaba. La única salida parecía ser huir.
—¡Lo que pasó aquí fue un error enorme! —grité, más hacia mí misma que hacia él—. ¡Y lo de "Ilusión" aún más! ¡Nunca más te acerques a mí, y ni se te ocurra volver a tocarme!
Mi voz era una mezcla de rabia y desesperación, mientras corría por la habitación recogiendo mis cosas, sin importarme el desorden que estaba dejando a mi paso. No sabía si estaba tratando de protegerme de él, o de la versión de mí misma que había emergido en aquella noche en el club.
La verdad era que no quería otra cosa más que escapar. Escapar de su presencia, de esos ojos que parecían desnudarme, de la sensación de que él sabía demasiado. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas sin que pudiera detenerlas, un preludio de la histeria que se acercaba, imparable. Mi respiración se aceleró, los sollozos amenazaban con brotar, y lo único que podía pensar era en poner distancia entre nosotros antes de desmoronarme por completo.
En nuestra sociedad, aún persisten las diferencias. Para un hombre, visitar un club como aquel se consideraba una simple aventura, un capricho que apenas rozaba su reputación. Pero para una mujer… para una mujer, semejante escapada era una sentencia potencial. El riesgo no era solo el juicio social, sino el peso de las etiquetas que caen como piedras sobre los hombros. ¿Qué se puede decir de una mujer que entra a un club exclusivo, donde el anonimato es la regla, y se entrega a una pareja desconocida como si las normas del mundo exterior no existieran? En el mejor de los casos, se hablaría de una audaz falta de prudencia; en el peor, de algo mucho más cruel.
Estoy segura de que incluso algunas actrices porno dudarían antes de aceptar las cosas que Marchand me hizo aquella noche. Y sin embargo, no sólo lo permití, sino que lo disfruté. Pero ahí estaba el truco: el club "Ilusión" tenía una regla clave, la garantía de secreto absoluto. Máscaras, anonimato, discreción… todo orquestado para proteger a quienes cruzaban sus puertas. Todo, excepto una omisión imperdonable.
¿Por qué demonios no incluyeron en las normas una cláusula que obligara a cubrir tatuajes o marcas distintivas? ¿No podían repartir un rollo de cinta adhesiva con las máscaras, acompañado de instrucciones claras sobre cómo sellar "áreas estratégicas"? ¿De verdad nadie había pensado en eso? ¡Porque claro, ahí estaba yo, con mi as de trébol al descubierto, ofreciendo una pista tan obvia como un grito en una habitación silenciosa!
Y luego estaba León. ¡Él me obligó a hacer aquellas cosas! Bueno, no exactamente obligó… no, en realidad fue mucho más perverso. No fue fuerza, sino un juego sutil, un control tan hábil que me encontraba cumpliendo todas sus órdenes sin siquiera pensarlo. Y lo peor, lo hice con placer. Con una entrega que todavía me deja aturdida.
—¡Dios, qué pesadilla! —murmuré entre dientes, con el rostro ardiendo de vergüenza.
El problema no era solo lo que había pasado en el club. Era lo que decía de mí. La mujer que León había desnudado aquella noche, no solo físicamente, sino en todos los sentidos, era alguien que yo no terminaba de reconocer. Alguien que me aterraba admitir que llevaba dentro.
—Diana, por favor, déjame llevarte a casa por lo menos. Te calmarás, y luego podremos hablar con tranquilidad —dijo León, acercándose con cautela, su tono era casi suplicante.
—¡No me toques! —le espeté, levantando una mano como un muro invisible entre nosotros. Me incliné para subirme la cremallera del vestido con dedos temblorosos, cogí la chaqueta y el bolso, y me dirigí a la puerta sin mirarlo una sola vez—. Todavía recuerdo cómo tomar un taxi.
Salí al pasillo con pasos apresurados y, poco después, al exterior del hotel. La ciudad me recibió con una tormenta desatada: lluvias torrenciales y relámpagos que iluminaban el cielo como si fueran destellos de una cámara gigante. Pero nada de eso me importaba. Lo que me aterrorizaba no era la fuerza de la naturaleza, sino la tormenta interna que me carcomía.
Mientras las gotas frías empapaban mi vestido y el viento desordenaba mi cabello, una pregunta me golpeó como un trueno: ¿Podría León olvidar alguna vez? ¿Había alguna posibilidad, aunque remota, de que una especie de amnesia selectiva lo hiciera borrar al menos los recuerdos más humillantes de aquella noche? Pero no. Era ingenuo pensarlo. Él lo recordaría todo. Cada detalle. Y cada vez que me mirara, esos recuerdos volverían a proyectarse como una película que jamás dejaría de repetirse.
El impulso de desaparecer me atravesó como un rayo. Dejar mi trabajo, recoger mis cosas en una maleta y huir, no solo de la ciudad, sino de mi propia vida, hasta el rincón más recóndito del mundo. Pero no tenía un rincón recóndito al que huir. Así que corrí de vuelta a casa.
El "otro extremo del mundo" lo encontré en mi habitación, acurrucada bajo las sábanas. A salvo, o al menos eso intentaba convencerme. Sin embargo, incluso allí, la tormenta no cesaba. Cerré los ojos con fuerza, pero las imágenes del pasado reciente se colaban entre mis párpados como dagas: la máscara negra, la noche en "Ilusión", las manos de León reclamando cada parte de mí.
Hasta esta noche, esos recuerdos tenían una carga peligrosa, provocando un calor persistente en mi vientre, una languidez que no podía ignorar. Pero ahora… ahora el fuego era diferente. Era el ardor del miedo y la vergüenza, desmoronando la fachada de mi vida perfectamente equilibrada.
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Editado: 22.12.2024