León.
Su reacción era un enigma indescifrable. Sus ojos, húmedos de lágrimas, brillaban con una intensidad que oscilaba entre el dolor más profundo y una ira contenida que amenazaba con desbordarse. Había algo en su mirada, una mezcla caótica de emociones que bordeaba la histeria, y yo no lograba descifrar qué era lo que la había alterado tanto.
¿Se enfureció porque descubrí su misión secreta de seguir a Lorenzo Claude? Esa idea, por absurda que pareciera, era plausible y a la vez increíble. O quizá lo que realmente la desarmó fue que yo, precisamente yo, fuera el primero en reconocerla, desmontando su fachada antes de que pudiera controlarla.
Por un instante, me sentí completamente perdido. No supe cómo reaccionar ni qué palabras podían desactivar esa tormenta que se reflejaba en su rostro. Y entonces, rompió el silencio con una exclamación que parecía venir desde lo más profundo de su ser, una confesión que no sabía si estaba dirigida a mí o a ella misma:
—¡Dios mío! ¡Todas esas cosas que te permití que me hicieras!
Su voz, cargada de una mezcla de culpa, furia y vulnerabilidad, resonó en el aire como un disparo que me dejó inmóvil. De repente, comprendí que esas palabras no solo eran un reclamo, sino una verdad desgarradora que revelaba más de lo que quizá estaba dispuesta a admitir.
¿Soy un idiota incapaz de entender la lógica femenina? Desde mi perspectiva, no había nada alarmante en lo que acababa de suceder. De hecho, solo veía ventajas. Por fin entendía ese anhelo extraño y visceral que sentía por Diana: la conexión casi magnética que nació con un solo toque, esa atracción incontrolable que me impedía apartarme de ella.
—Diana, por favor, déjame llevarte a casa. Cálmate, y lo hablaremos más tarde —sugerí, esforzándome por sonar conciliador.
—Todavía sé cómo tomar un taxi, gracias —espetó con una frialdad cortante. Su mirada, tan penetrante como un cuchillo, me dejó sin palabras. Luego, como si no hubiera escuchado mi oferta, añadió con una determinación helada: —No va a funcionar, León. La Ilusión siempre estará entre nosotros.
Sin darme oportunidad de responder, cogió su bolso y se dirigió a la puerta. Sus tacones resonaron en el suelo como un martillo, marcando su salida abrupta. Ni siquiera se giró para mirarme. Su ira llenaba el aire, cargándolo de electricidad, y me quedé inmóvil, atrapado entre la confusión y el desconcierto.
Con el tiempo había aprendido algo sobre los momentos de furia en las mujeres: cuando llegaban a ese punto de no retorno, cualquier intento de detenerlas, razonar con ellas o justificarme era inútil. En esos momentos, sus emociones las gobernaban por completo, y todo lo demás pasaba a un segundo plano. Por eso, no insistí.
¿Qué podía hacer ahora? Mi instinto me gritaba que la persiguiera, que no la dejara ir. Pero algo, quizás una pequeña dosis de sentido común, me detuvo. A veces, es mejor dejar que las cosas se enfríen. “La noche es buena consejera”, - pensé, recordando el viejo proverbio. No tenía otra opción más que enfrentar mi confusión y esperar que al amanecer pudiera encontrar una solución.
Por la mañana, lo primero que hice fue intentar llamarla. Marqué su número, y el sonido del tono fue como una daga en el pecho. Nada. Probé de nuevo. Y otra vez. Cada intento se estrellaba contra el muro del buzón de voz. Cada vez que veía la pantalla del móvil sin nuevas notificaciones, mi frustración crecía. Pasé horas insistiendo, pero no hubo respuesta.
Esto no puede quedar así. Necesitaba hacer algo más. Fue entonces cuando recordé a Arthur. Mi primo había mencionado alguna vez a Sandra, una amiga cercana de Diana. Si alguien podía ayudarme, era ella. Marqué el número de Arthur de inmediato.
—León, ¿qué pasa? —contestó con su tono habitual de indiferencia.
—Arthur, necesito tu ayuda —dije directamente, sin rodeos.
—¿Qué sucede? —preguntó, ahora con un poco más de interés.
—¿Recuerdas a Sandra? Es amiga de Diana. Necesito hablar con ella. Es importante.
—¿Sandra? ¿Por qué necesitas hablar con ella? —preguntó con un tono que mezclaba curiosidad y sospecha.
—Anoche tuve un problema con Diana. No me contesta las llamadas, y estoy preocupado. Arthur, necesito encontrarla. Por favor.
Hubo un silencio breve, y pude imaginarlo dudando, evaluando si valía la pena involucrarse.
—Está bien —dijo al fin—. Te enviaré el número de Sandra, pero no prometo que quiera ayudarte. Es muy leal a Diana, así que ten cuidado con lo que dices.
—Gracias, Arthur. Lo aprecio.
Unos minutos después, recibí el mensaje con el número de Sandra. Respiré hondo antes de llamarla. Esto tiene que salir bien.
La llamada sonó varias veces antes de que una voz femenina, firme y cortante, contestara.
—¿Quién habla?
—Hola, ¿Sandra? Soy León. León Marchand. Creo que nos conocemos en una discoteca. Soy primo de Arthur. —Intenté sonar calmado, aunque mi ansiedad estaba a punto de desbordarse.
Hubo un silencio. Podía imaginarla intentando decidir si debía colgarme o escucharme.
—¿Qué necesitas? —preguntó finalmente, con una frialdad que me hizo tragar saliva. – Sí es por la propuesta de Arthur, aún no he decidido.
—No. No es eso. – negué rápidamente, porque no entendí de que hablaba. —Sé que esto puede sonar inapropiado, pero Diana no me contesta y estoy preocupado. Necesito hablar con ella. Arthur me dijo que tú podrías ayudarme.
Sandra soltó un pequeño bufido. No voy a mentir, me puso nervioso.
—¿Por qué piensas que te voy a dar la dirección de Diana? —preguntó con franqueza—. No me parece buena idea.
—Sandra, por favor. No quiero molestarla ni meterla en problemas. Solo quiero asegurarme que está bien y arreglar las cosas. Anoche discutimos, y no puedo dejar que las cosas queden así.
—¿Qué pasó exactamente? —preguntó, aún con cautela.
—Es complicado, pero cometí un error y Diana se fue muy molesta. Necesito hablar con ella, aclarar las cosas.
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Editado: 22.12.2024