León.
Su cuerpo estaba ardiendo, como si literalmente se estuviera quemando por dentro. Pero no era el calor de un rubor tímido ni de un momento compartido; su piel era un horno febril, y sus manos temblaban descontroladamente. Emitía sonidos roncos e incoherentes, como si incluso articular palabras fuera un esfuerzo insuperable.
El pánico me golpeó con la fuerza de un tren. Durante un instante de confusión, me quedé paralizado, pero los instintos —no los míos, sino los que la urgencia despertó— tomaron el control. Llamar a una ambulancia fue lo único que se me ocurrió hacer, un acto más de supervivencia por ella que de claridad mental. Mientras sostenía su cuerpo frágil, sentí que cada segundo contaba, y no podía permitirme el lujo de dudar.
Una idea descabellada cruzó mi mente, impulsada más por la desesperación que por el razonamiento. Recordé haber visto en algún programa de televisión que, en casos de fiebre alta, era crucial bajar la temperatura corporal rápidamente. Sin pensarlo dos veces, decidí actuar.
Desvestí a Diana con manos temblorosas, intentando ignorar el hecho de que estaba cruzando un límite que podría no gustarle. Pero no había tiempo para dudas o escrúpulos; esto era una emergencia. Con cuidado, la cargué hasta el baño, abrí el grifo y dejé que el agua, más fría de lo que hubiera querido, comenzara a correr sobre su piel. Diana emitió un leve gemido, un sonido que me heló más que el agua misma. La sujeté firmemente, asegurándome de que no se resbalara ni se lastimara. Sentía cómo su cuerpo temblaba entre mis manos, y no estaba seguro si era por la fiebre o por el impacto del agua fría.
Los minutos parecían horas. Mi mente iba y venía entre la preocupación y el remordimiento. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O podría estar empeorando las cosas? Cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad, y no pude evitar mirar hacia la puerta, deseando que los médicos llegaran de una vez.
Finalmente, escuché el timbre de la puerta y un alivio inmenso me invadió. La ayuda había llegado. Desconecté el agua, envolví a Diana en una toalla lo mejor que pude y corrí hacia la puerta para abrirla, dejando que los profesionales se hicieran cargo.
Cuando los médicos entraron, me apartaron a un lado. Dos paramédicos, uno de mediana edad con cabello entrecano y otro más joven que parecía recién salido de la universidad, comenzaron a atender a Diana. El médico mayor, claramente al mando, me lanzó una mirada inquisitiva mientras tomaba el control de la situación.
—¿Qué sucedió exactamente? —preguntó con un tono profesional, aunque ya marcado por el cansancio de demasiadas urgencias.
—No lo sé del todo —respondí, haciendo un gesto desesperado con las manos—. Cuando llegué, apenas podía mantenerse en pie. Tenía fiebre muy alta, temblaba como un flan y apenas podía hablar. Llamé a la ambulancia de inmediato.
El médico joven, que ajustaba un termómetro bajo el brazo de Diana, levantó la vista con una ceja arqueada.
—¿Y por qué está empapada? ¿Le cayó un balde de agua encima?
—Tenía fiebre muy alta —dije, defendiendo mi decisión como si estuviera en juicio—. Recordé haber visto en un programa de televisión que el agua fría podía ayudar a bajarla. Fue lo único que se me ocurrió.
El médico mayor soltó un resoplido, algo entre paciencia y resignación, y me dedicó una mirada que podría traducirse como “benditos amateurs”.
—¿Agua fría? —repitió, llevándose una mano a la frente como si acabara de escuchar un remedio sacado de un libro medieval—. Es cierto que ayuda… si estás tratando a un pollo en el horno. —Su mirada se suavizó, pero su tono seguía siendo firme—: Puede provocar un choque térmico. Por suerte, parece que no hemos llegado a eso esta vez. Pero en el futuro, deje los experimentos para la cocina, ¿de acuerdo?
—Claro, claro, no más experimentos —respondí, sintiéndome como el niño que rompió un jarrón en casa de la abuela.
El médico mayor escuchó la respiración de Diana con el estetoscopio y revisó el termómetro con el ceño fruncido.
—Cuarenta grados de fiebre. Esto no es un simple resfriado. Por los síntomas, parece una amigdalitis aguda. ¿Mencionó dolor de garganta o dificultad para tragar?
—No lo sé. Apenas dijo algo antes de desmayarse.
El paramédico joven preparaba una inyección mientras miraba de reojo al médico mayor.
—¿Sabe si tiene alergias a algún medicamento? —me preguntó.
—No lo sé con certeza. No soy… no soy un familiar cercano —admití, sintiendo que la frase tenía más peso del necesario.
El médico mayor arqueó una ceja y luego miró las flores caídas y la tarta en el suelo. Una leve sonrisa cruzó su rostro, aunque no dijo nada.
—Ajá, pero está aquí con ella. —Su tono era casi una broma, pero su mirada estaba cargada de significado.
—Puedo llamar a su amiga —respondí, levantando mi teléfono como si fuera mi salvavidas.
Sandra respondió tras unos segundos, y en breves palabras le expliqué la situación. Entre alarmada y exasperada, confirmó que Diana no tenía alergias conocidas.
—No parece que tenga —dije, cubriendo el micrófono del teléfono con la mano.
El médico asintió, satisfecho.
—Perfecto. Vamos a administrarle un antipirético para bajar la fiebre y un antibiótico de amplio espectro. Pero con esta fiebre y su estado, no es seguro dejarla en casa sola. ¿Será trasladada al hospital o usted se ocupa de su cuidado? – me preguntó directamente.
—Sí, por supuesto. No pienso dejarla sola. – respondí automáticamente.
Mientras los paramédicos insertaban una vía en el brazo de Diana, la observé con una mezcla de culpa y preocupación. Tal vez, si ayer no la hubiera dejado salir del hotel, nada de esto habría pasado.
—¿Va a estar bien? —pregunté en voz baja, temiendo la respuesta.
El médico mayor me lanzó una mirada tranquilizadora, aunque cargada de esa seriedad profesional que deja poco espacio para falsas esperanzas.
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Editado: 24.12.2024