Club "Ilusión"

Capítulo 34. Volvemos al “Ilusión”.

Diana.

El timbre resonó en el aire y, a pesar de que me desperté, me di la vuelta, aferrándome al frágil sueño que Morfeo aún me ofrecía. Mi cuerpo, debilitado por la enfermedad, parecía necesitar una eternidad de descanso, acumulando fuerzas para enfrentarse al mundo. Pero esa paz no llegó. El tintineo insistente del timbre volvió a romper el silencio, irritante y repugnante como un zumbido en el oído.

—¿Quién demonios tiene que apretar el botón del timbre como si su vida dependiera de ello? —gruñí, con los ojos entrecerrados y la voz ronca por el sueño interrumpido.

Arrastrándome fuera de la cama, fui hasta la puerta, lista para despachar a quienquiera que estuviera al otro lado con unas cuantas palabras afiladas. Pero al abrir, el cabrón estaba allí: en el umbral, sosteniendo una caja de comida cuyo aroma me golpeó como una bofetada. Una sonrisa de Hollywood iluminaba su rostro impecable, como si supiera que esa escena no podía más que irritarme. Recién afeitado, con un traje gris a rayas perfectamente entallado y una camisa blanca inmaculada, León parecía haber salido directamente de un catálogo de moda masculina.

Mientras tanto, me miré de reojo en el espejo del pasillo y me encontré con la versión más desastrosa de mí misma: un espantapájaros pálido, con el cabello enredado en algo que apenas podía llamarse un peinado. Era como si la mismísima naturaleza hubiera decidido que yo debía representar el lado opuesto de su perfecta armonía.

—¿Cómo es posible que cada vez que nos encontramos, tú parezcas sacado de la portada de una revista y yo como si hubiera pasado la noche descargando un camión de patatas? —murmuré para mis adentros, cruzándome de brazos.

—Cena para la chica más enferma del mundo —anunció León, deslizándose con demasiada confianza hacia el pasillo y cerrando la puerta tras él sin pedir permiso—. Ponte en orden, muñeca. Yo me encargo de todo.

Antes de que pudiera protestar, se inclinó hacia mí, dejando que su aroma embriagara el aire entre nosotros. Ese perfume... dulce, intenso y lujoso, como él. Pero giré la cara justo a tiempo para evitar el beso que claramente tenía en mente.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —solté, clavándole una mirada que esperaba fuera suficiente para detenerlo en seco. Me planté en el pasillo, bloqueándole el paso con una postura desafiante.

—Ya te lo dije, traje la cena. Estaba de paso y pensé que sería una buena idea visitarte —respondió, encogiéndose de hombros como si lo que hacía fuera lo más natural del mundo. Extendió hacia mí una bolsa con el logo de un restaurante de renombre.

Lo miré con escepticismo, intentando ignorar el olor tentador que emanaba del paquete.

—¿De paso? —pregunté, dejando que la duda se filtrara en cada sílaba. Luego añadí con ironía—: Qué curioso. No tenía idea de que mi apartamento estuviera en tu ruta habitual.

León mantuvo su sonrisa, pero noté cómo sus ojos brillaban con una pizca de malicia, como si mi reticencia solo aumentara su diversión.

—Mi restaurante favorito está cerca de aquí —respondió, calmado—. Pasé por un pequeño desvío para disfrutar de las costillas más deliciosas de la ciudad. Y ya que estaba en el área, pensé que podría alegrar mi soledad con una conversación interesante.

Solté una risa seca, más para mí misma que para él. Su habilidad para justificar cualquier cosa siempre había sido una mezcla de impresionante y exasperante.

—Cálmate, León. No estás en un tribunal. Puedes tomarte un respiro de tu elocuencia —dije, con el sarcasmo rezumando en mi tono. Le señalé la puerta con un gesto enfático—. Toma tus costillas y vete a casa. Ya te lo he dicho todo.

León dejó la bolsa sobre la mesa del pasillo, ignorando por completo mi orden.

—Diana —comenzó, con ese tono seductor que tanto detestaba y, al mismo tiempo, me desarmaba—, no tienes que ser tan hostil. Estoy aquí para cuidarte, para hacerte sentir mejor. ¿De verdad no puedes aceptar un simple gesto de amabilidad?

Lo miré fijamente, luchando contra la maraña de emociones que se agitaban en mi interior. La irritación seguía ahí, fuerte y persistente, pero también lo estaba la tentación de dejarlo quedarse, aunque solo fuera para disfrutar del consuelo que traía consigo, envuelto en aromas deliciosos y palabras suaves.

Pero no. No podía permitirme ese lujo. No después de todo. Así que me mantuve firme, aunque una parte de mí deseaba con todas sus fuerzas rendirse.

—León, te lo estoy diciendo en serio —repliqué, aunque mi voz temblaba un poco al final. No por miedo, sino por la enfermedad—. No necesito que me cuides. No necesito nada de ti.

Abrí la puerta y, sin dudarlo, lo empujé hacia afuera con más fuerza de la que había planeado. Por un instante, parecía que había entendido el mensaje. Sus ojos se oscurecieron levemente, reflejando algo que podría haber sido resignación o, tal vez, un intento de procesar mi reacción. Pero justo cuando pensé que cedería, su pierna se interpuso con precisión entre la puerta y el marco, bloqueando mi intento de cerrarla.

—Muy bien, Diana. Si quieres que me vaya, me iré —dijo, pero no se movió—. Pero al menos escucha lo que quiero decir.

Rodé los ojos, incapaz de contener una pequeña sonrisa que escapó antes de que pudiera detenerla. León siempre había tenido esa habilidad. Sabía cuándo insistir y cuándo dar un paso atrás, dejándome con la sensación de que, incluso cuando ganaba, de algún modo él también lo hacía.

Y ahí estaba yo, de pie en el pasillo, con el aroma de las costillas llenando el aire y un cabrón vestido de traje esperando a ver qué haría a continuación.

—No puedo entender por qué estás tan avergonzada por lo que pasó esa noche en el club —dijo León, con la voz cargada de una mezcla de frustración y ternura—. Porque desde mi punto de vista, allí, detrás de esas paredes, eras tú misma, sin filtros, sin máscaras de verdad.

Hizo amago de entrar de nuevo a mi apartamento, pero lo detuve con un empujón firme contra la puerta. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de ira y nerviosismo.




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